ATEOS F.C. (Gerardo Manuel Padrón)

El nombre oficial del equipo era otro. A mí me gustaba decirnos secretamente Ateos Fútbol Club. Jugaba de portero a pesar de que era de los más rápidos para correr por las bandas. Eso sí, los demás sabían que era el mejor para lanzarme por los balones, sabia meter bien las manos, además, como todo buen mexicano nacido en los ochentas, Jorge Campos era inspiración para jugar bajo los tres palos blancos y salir cada cierto tiempo del área para volverte un jugador de campo más.

Aquello de ateos era porque casi todos los miembros del equipo no creían en la existencia de Dios.

Jugábamos en futbol siete. La escuadra se conjuntaba de seis filósofos y un bibliotecario: seis nihilistas y un bibliotecario creyente en que el único mesianismo del cual podemos confiar es el de Leo Messi.

Pocas veces jugué con gente de la Universidad. El amigo que me invitó a aquel equipo fue Siller, lector de Nietzsche y fanático del América. Siller era el que dejaba relucir más seguido su enfermedad por el fútbol. Hablábamos de poesía, filosofía y fútbol de manera desordenada y formal, en las aulas y en la cancha. Los otros cinco intelectuales presumían su licencia de filosofar con comentarios constantes sobre libros y una que otra letanía misógina marca Schopenhauer.

Era el año 2006. En esos días el futbol femenil profesional no había hecho aparición en la ciudad de Monterrey, por eso las observaciones sobre el pobre desempeño y conocimientos de mujeres eran más recurrentes entre todos los machos futboleros. Afortunadamente, en unos años, las damas nos demostrarían que la feminidad iba a por alcances mundiales:  romperían record de asistencia, así como cada clásico femenil de Rayadas y Tigres siempre estaría lleno de garra, show y goles.

Aquellas canchas estaban en territorio Tigre (San Nicolás de los Garza, cerca del estadio Universitario) por lo que, aunque podía jugar sin problemas, cada cierto tiempo volteaba a ver de reojo a ese coloso de amarillo para ver si alguna porra de fanáticos invisibles comenzaba a darse a escuchar.

No terminé de jugar el torneo completo por cuestión de la lejanía de dichas canchas. Fueron cinco sábados los que fui a “empaparme” de intelecto. No solía opinar mucho cuando la charla comenzaba a surcar olas filosóficas ya que solo sabía algo aquel tridente conformado por Sócrates, Platón y Aristóteles. Más bien, aprovechaba alguna situación más relajada para hacer ver que el músculo no está peleado con el intelecto. “Johan Cruyff —llegué a decir para alimentar el ego nihilista de aquellos compañeros de equipo— decía que, si persignarse realmente servía de algo, todos los juegos terminarían en empate”. Poner en duda la existencia de Dios gracias a la pelota era una golosina para mis compinches filósofos.

En ese entonces yo salía con una chica que estudiaba para abogada, muy lectora de Marx. ¡Los filósofos solo interpretan el mundo, Gerardo, pero el mundo no hay que interpretarlo, hay que cambiarlo!— me soltó una ocasión en que le platiqué del equipo de fútbol. Yo sabía de dónde venía aquello, era una tesis del Tío Karl. No me sentía sin argumentos, solo que, al vivir en una ciudad tan industrial, tan capitalista, pocas veces sacaba a relucir esas dosis de ideología que silenciosamente trabajaba en mi interior, gracias a ser lector caníbal de José Saramago: “la parte más frágil del sistema es el ser humano, Velia”, le contesté alguna vez. Este tipo de debates nos encausaba la pasión, nos besábamos más, al saber que, al menos en ideología, creíamos en el mismo imaginario.

Lo que más me gustaba de aquellos jueguitos era la manera en cómo nos uniformábamos al empezar los partidos: sudábamos todos por igual, las etiquetas, los estigmas sociales se desvanecían. Buscábamos la pelota con la misma hambre que lo hacía un ingeniero, un analfabeto o algún payaso con poco talento. Cometíamos faltas como millones de futbolistas, amateurs o profesionales. Éramos los Ateos Fútbol Club, metiendo la pierna dura, echando madres cuando nos metían un gol fácil.

Luis, “el Chuchito” era de los que mejor me caían. Subversivo anti sistema y metalero de la vieja escuela, siempre con su playera de Iron Maiden, era el de mayor edad y el que entraba más durísimo. Solía ser el que jugaba más retrasado por lo que las charlas dentro de la cancha con él fueron las más frecuentes. Un día que íbamos ganando por cuatro goles, algo relajados me preguntó que a quien le iba. Contesté que a Rayados ¿y tú? Inquirí. Me agradó su respuesta “le voy a nadie, a mí no me gusta ver el futbol, a mí me gusta jugarlo”.

Fue al terminar un partido que intercambiando impresiones y anécdotas por un buen rato acabamos por recordar aquella tanda de penales contra Bulgaria, en el Mundial del 94. A los que nos hervía más la sangre por el fútbol nos enfrascó en antiguos enojos, por lo que solté “si, los malditos penales”, para enseguida rematar con mi mejor aporte a la vida de esos cinco pensadores (o al menos eso creía) “todos somos ateos hasta que llegan los penales”. Se escucharon risas modestas, hasta que alguien tomó nuevamente la palabra: “oye Gerardo”, se dirigió a mi Esteban, el más centrado del equipo, el más caracolero también, el típico mediocampista cerebral que surte balones a diestra y siniestra e incursiona al área rival con autoridad.

—Ok, tu eres gran lector de Saramago, nos has hablado mucho de sus libros, en todas esas lecturas, ¿no se te ha contagiado ese pesimismo de Saramago? Ya sabes, los únicos interesados en cambiar el mundo somos los pesimistas ya que los optimistas están encantados con lo que hay, el señor era ateo consumado, despotricaba contra la iglesia y la biblia en cuanto podía, por lo tanto ¿eres de los nuestros, cierto?— me soltó esta segunda pregunta mientras sonreía amistosamente.

Yo le contesté aquello del mesianismo de Leo, fiel creyente de ir por el mundo buscando una buena jugadita. Todos los filósofos rieron. Me sentía un poco como Bilbo Bolsón en la compañía de los enanos. Después de algunos partidos esa tropa de pensadores ya me aceptaba no solo por mis recursos futbolísticos sino literarios.

Conoces más a alguien en una hora de juego que en cuatro horas de conversación, había dicho Aristóteles. Esa ráfaga de sabiduría nunca la compartí con Ateos F.C., aunque no era psicólogo si deducía que clase de jugador y persona era cada uno, la manera de ir al choque de piernas y de ideas, la disputa por lugares imaginarios, las formas de hablar y decir dentro del campo de juego, el liderazgo, la capacidad de síntesis y de resignación en una canchita pequeña donde catorce individuos querían pegarle a una pelota.

Francamente, esto tampoco lo compartí con los filósofos: no le daba mucha importancia si perdíamos o ganábamos. Los filósofos amateurs, que caminando a la intemperie aprendemos palabras de la vida, sabemos que el fútbol tarde que temprano da revancha, pero, sobre todo, en un grado superlativo, la victoria tiene algo de negativo, nunca es definitiva y en contraparte, la derrota tiene algo de positivo, jamás es definitiva. Este axioma de vida por supuesto es cortesía de la Saramagia del mago Saramago. Marca registrada.

Gerardo Manuel Padrón (Monterrey, México)

twitter: @merodeadormty