Llegamos para quedarnos

Johannesburgo, Mundial de Sudáfrica, Julio 2010

 SEMIFINAL EN EL AEROPUERTO

A las 8 de la tarde del 7 de julio me presenté con la mochila a cuestas en el aeropuerto de El Prat con un vuelo a Johannesburgo sujeto a espacio. Esto es; viajo si queda algún asiento libre en el avión, y si el vuelo está completo me vuelvo a casa hundido en la miseria. Es lo que tiene intentar volar gratis gracias a un familiar que trabaja en Iberia. Me dicen que entre en la terminal pero que no me pueden asegurar asiento hasta diez minutos antes del embarque por si alguien se presenta a última hora. Minimizo el problema del vuelo y corro por la terminal buscando un televisor para ver el partido. Al fondo de un pasillo me encuentro a más de cien personas mirando una pantalla de unas treinta pulgadas. Nadie se mueve, en parte por la tensión, y en parte porque moverse diez centímetros hacia a un lado genera una queja en cadena por tapar el ángulo de visión que cada uno se ha trabajado.

Cuando me baja un poco la ansiedad, además de mirar el televisor veo el partido. Bien joder, España tiene la pelota. Se ve a los jugadores españoles moviéndola con confianza, y a los alemanes corriendo detrás del balón y retrasando líneas. El optimismo se me enfría cuando recuerdo los contraataques de Alemania en sus partidos contra Inglaterra y Argentina. Ahí va, primer contraataque de Alemania…pero la defensa está muy enchufada y en este partido no hay debate sobre el doble pivote. Xabi Alonso y Busquets están siempre con las orejas tiesas para apoyar a la defensa y lo hacen de libro. Además, cuando España tiene el balón, Xabi, Busquets y Xavi han perfeccionado su triángulo en continuo movimiento.

Da gusto ver el orden táctico, aderezado con el descaro de Pedro, el peligro que trasmite Villa y la magia de la varita del pálido Iniesta. Todo bien. Hay buen feeling, pero llega el descanso y el gol no aparece.

Mierda, se me olvido cambiar algo de dinero. Si finalmente vuelo a Sudáfrica no sé si habrá cajeros en el aeropuerto, y no he mirado donde dormir o como llegar a la ciudad. Salgo de la terminal, consigo algunos Ram sudafricanos y vuelvo a entrar.

Es hora de acercarme a la puerta de embarque y allí no hay ningún televisor. Tampoco me puedo alejar del lugar porque me tienen que confirmar el asiento. Tiro de la clásica estampa de radio de bazar pegada a la oreja. El embarque está previsto para las 9:45 p.m., pero por allí no aparece nadie de Iberia. De pronto Dios bajo a la tierra con forma de hombre con portátil con conexión a internet. Abre el portátil, y pone el fútbol.

Tímidamente, como hienas que se acercan a la presa del león sabiendo que no les pertenece, nos acercamos a Dios hecho hombre y a su portátil. A los dos minutos ya estamos una docena de anónimos pegados al portátil y dándole palmaditas en la espalda al señor. Mi radio va por delante de la transmisión de internet.

—Penalti a Sergio Ramos —escucho entrecortado en mi transistor. Lo publico en voz alta. Algunos saltan de alegría y otros cierran los puños emocionados. Luego se ve en la pantalla que de penalti nada. Recibo miradas que nítidamente dicen gilipollas. Agacho la cabeza, apago la radio y me cago en Manolo Lama.

Hay un cambio de turno en la cafetería y el camarero pone Onda Cero a todo volumen. Detrás de un mostrador, un operario con peto amarillo está sentado en el suelo con auriculares. Tiene la mirada clavada en el suelo y con un periódico se dedica a dar golpes al suelo y a exhibir su repertorio de blasfemias. Me estoy liando con las gesticulaciones de uno y otro. La radio del camarero no parece estar en sintonía con la radio del operario, y mi radio ya no me atrevo a sacarla. Estoy empezando a sudar. Se me cargan las axilas al estilo Camacho. Si consigo volar y España gana me quedaría en Johannesburgo. Si pierde tendría que volar a Port Elizabeth, que queda por el sur del país, para ver el tercer y cuarto puesto.

El operario canta un Gol como si estuviera loco de atar. Onda Cero lo verifica, y la pantalla del ordenador se queda congelada con Pujol en el aire. La pantalla vuelve y vemos el balón dentro y los jugadores abrazándose. Gol, gol, gol, gol, gol…se escucha mucho gol en muchos tonos distintos. Yo agarro al anónimo más cercano y le doy un abrazo. El resto de anónimos también se abrazan o se chocan las palmas sonrientes. Por fin vemos el gol repetido. Xavi saca un córner y los alemanes se alinean formando un muro en su área pequeña. Dejan a Pujol solo al borde del área pensando que si quiere rematar tiene que sobrepasar su imponente muro. Lo que no se esperaban es que Pujol llegara al muro como llegó. Pujol parecía Keanu Reeves en Matrix. Entró con una fuerza de animal salvaje rompiendo las líneas enemigas, quedando suspendido en el aire y girando su cabeza y sus largos pelos para cabecear violentamente a la portería alemana. GOLLLLLLLLLLL.

Pero, joder, ¿y yo? ¿Podré subirme al avión? Minimizo la ventana de la preocupación por el partido y empiezo a temblar un poquito pensando en si conseguiré un asiento en el avión. ¡Qué nervios! Debo de estar más blanco que Iniesta. Dan un minuto de descuento y entonces aparece la primera azafata de facturación y le cuento mi agonía. Además se la muestro en mi rostro. La azafata analiza fríamente el papelito que le entrego. Mira su ordenador y dos minutos más tarde, dos largos minutos, me dice que sí, que puedo volar. Y aquí estoy, ya llevo dos días volando por las calles de Johannesburgo con una entrada para la Final del Mundial en mi riñonera. Tuve mi entrada gracias a un acto de generosidad de Xabi Alonso, un gran tipo, pero esa es una larga historia.

FINAL EN EL SOCCER CITY

11 de julio del 2010. Me ducho en una residencia de la Universidad de Johannesburgo mientras tarareo el Waka Waka de Shakira. Es un día soleado pero fresco. Me pongo manga larga debajo de la camiseta de la selección, desayuno leyendo la prensa local y me dirijo a Mandela Square, uno de los puntos donde las aficiones se reúnen a exhibir sus cantos y sus cervezas. No faltan los toreros, los tricornios y las peinetas, pero lo cierto es que el color naranja gana al rojo. No todos los anaranjados vienen de Holanda, muchos son sudafricanos descendientes de colonos holandeses, los boers, que según dicen llevaban en una mano la biblia y en la otra el fusil. Para compensar, los sudafricanos de color —unos negros y otros tostaditos originarios del sudeste asiático —parecen apoyar a España.

Las camisetas de la selección están agotadas por toda la ciudad. El día va pasando entre canciones, cervezas, saludos y fotos. Los holandeses son animados, simpáticos y tranquilos.

Llega el momento de ir al estadio, que está al otro lado de la ciudad. Unos familiares de Vicente Del Bosque me cuelan en un bus de la FIFA.

El estadio Soccer City aparece de repente entre unas colinas peladas con aspecto de minas abandonadas. Se hace el silencio en el bus. Trago saliva y se me eriza la piel al ver ríos de gente de color rojo y naranja dirigiéndose al estadio. A los lados del camino se ven vendedores ofreciendo sus últimas vuvuzelas. También se ven aficionados angustiados buscando una entrada de última hora. Al lado del estadio se baila, se bebe y se canta. Estoy como una hora en este ambiente de verbena antes de entrar al campo.

Una vez dentro del estadio me quedo inmóvil, impresionado por el recinto, con la mirada perdida en una elipse de color que desprende misticismo. A mi alrededor observo a otros que dejan pasar los minutos como yo, de pie, como hipnotizados, en silencio, asimilando el momento histórico que nos ha tocado vivir. Entre ellos Perico Alonso, Mikel Alonso y Rubén Baraja. El eco continuo de las vuvuzelas no cesa. Tomo asiento y me presento a mi vecino que lleva puesta la camiseta de la roja.

—Hola, me presento ya que vamos a sufrir este partido juntos, soy Julián.

—Mucho gusto, soy Unai, espero que no suframos mucho.

Cuando Unai me dice que ha venido a Sudáfrica a ver a su hermano, me suena a que su hermano anda estudiando o trabajando por la zona. Al rato de conversación ya entiendo que su hermano trabaja esa noche en el estadio, bajo los palos, y se llama Iker Casillas. Al otro lado tenía a un sudafricano blanquito, apasionado seguidor del Arsenal, que me regaló su bufanda de Sudáfrica cuando más tarde, al marcar Iniesta, me vio llorar a mares y sin consuelo.

Antes del comienzo del partido, Mandela apareció por sorpresa en el césped. Los europeos nos levantamos y aplaudimos con el máximo respeto y admiración. Los sudafricanos expresaron ese respeto bailando una coreografía al ritmo de una canción para su querido Madiba —mote cariñoso de Mandela—.

Comienza el partido y la mitad del planeta mira con atención los movimientos del balón Jabulani. Del partido todo está escrito. Como en la mayoría de las finales, el partido no se desmelena hasta los últimos minutos. España tiene el balón y eso hace tener confianza en la victoria. Fútbol de toque, el de la calle, el nuestro. Ninguna selección ha tratado tan bien al balón. Se le pisa suave, se le envía con afecto, se le recibe con cariño.

Sergio Ramos tiene un par de oportunidades, otra clara de Villa, pero la ocasión de Robben en el minuto 61 se lleva la palma. El calvito patizambo se cuela entre los centrales españoles y se queda solo delante de Casillas. A Iker le sale un arito luminoso en la cabeza y desvía el remate con la pierna. Yo resoplo. Miro a Unai y este arquea las cejas como diciendo «es lo que hay, mi hermano es muy bueno».

El ambiente de las gradas es extraño, a ratos frio. Nada que ver con aquel partido de cuartos de final contra Italia que viví en Viena. Las aficiones están entremezcladas y diluidas entre una multitud de invitados por las empresas patrocinadoras que miran el partido con cierta indiferencia. Las vuvuzelas y la distancia entre los seguidores de la misma afición hacían difícil el poder cantar algo al unísono. Pero bueno, no se puede tener todo. Estoy feliz por vivir la tormenta de las emociones de todo un país en el ojo del huracán.

Llega la prórroga. Cesc entra por Xabi. Tiene una oportunidad de oro al quedarse solo ante el portero a pase de Iniesta, pero el guardameta holandés también debe de tener sus contactos en el cielo y milagrosamente para el disparo.

Quedan cuatro minutos para llegar a los penaltis. Jesús Navas recoge el balón en la línea de banda a la altura del área española. Navas, que está fresco, avanza unos treinta metros con una cadencia de antílope, veloz, dando saltitos, esquivando calcetas naranjas hasta llevar el balón al campo contrario. La carrera desordenada de Navas desordenó las líneas enemigas. Pin, pan, te la toco, me la das, y el Jabulani llega a Torres que levanta cabeza, localiza las coordenadas del pálido Iniesta y le envía el balón. El centro es interceptado por un holandés pero el rechace queda a los pies de Cesc, sangre de horchata, que lo reenvía a su destinatario: Don Andrés Iniesta, frontal del área sin número, Soccer City, Johannesburgo. Don Andrés hace un control orientado y el balón le queda botando a media altura, ideal para descargar sobre él la rabia de más de 50 años de amarga y triste historia. Todos los españoles le pusimos fuerza a ese empeine y la pelota voló con tanta fuerza que se hizo imperceptible para colarse por el centro de la portería holandesa. GOLLLLLLLLLLLLLLLLLLLLLL. Las bolsas lagrimales comenzaron a vaciarse. Abrazos con otros españoles me transportaron varias filas más abajo. No recuerdo haber celebrado ningún otro gol de esa manera. A dos palmos del suelo, ingrávido, flotando sobre una marea de camisetas rojas y rostros desencajados.

Había terminado el partido, y aún encontraba a adultos llorando como niños. Por las entrañas del Soccer City se cantaba sin parar «Somos campeones del muuuundo, somos campeones del muuundo». Antes de salir del estadio regresé a la grada para sentarme y emocionarme una vez más perdiendo la mirada en el césped.

La mayoría de los españoles regresaban a España esa misma noche, pero unos pocos paseamos con orgullo nuestra camiseta por los bares de la 7th street del barrio de Meville. Al final de la noche, el taxista que me lleva a la residencia me felicita. Yo le digo que la mejor noticia no es que somos campeones del mundo, sino que «we are here to stay, bro». Iniesta ha inaugurado nuestro reinado, un reinado en el que se tocara el balón con elegancia, y hemos llegado para quedarnos.

@raticosdefutbol

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OTROS VIDEOS

Resumen del partido:

Reacciones al Gol de Iniesta:

Himno de España desde la grada:

Pitido final:

«Yo soy español», Soccer city:

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