De todos es sabido que existen diferentes perfiles de jugador en el mundo del fútbol. En mi caso, nunca fui de aquellos especialmente pasionales ni guerreros. No era de los que se lanzaba en plancha para atajar la incursión de un rival. No era de los que hacía entradas a ras de suelo y, en consecuencia, se dejaba cuatro capas de piel del muslamen sobre las abrasivas superficies de los antiguos campos de tierra. No fui uno de aquellos jugadores que enfervorecía a las masas por su espíritu espartano. Me daba pánico tenerme que poner en la barrera cuando nos pitaban una falta en contra. Y siempre cedí el paso al oponente en los balones divididos.
Fui, más bien, un jugador fino, como se solía decir, cuidadoso con el balón, más preocupado en descubrir trayectorias y espacios vacíos en la zaga rival que en enviar el balón a la atmósfera si aquello servía para cortar una incursión enemiga. En el fútbol regional de los años setenta y ochenta, los jugadores como yo no estábamos especialmente bien vistos. Evidentemente, cuando se me aparecía la virgen y hacía un pase inverosímil o dejaba solo a un delantero con un pase de tacón, o cuando enviaba el balón al fondo de la red al amparo de la delicada geometría de una parábola o, sobre todo, cuando era capaz de pinchar una descarriada bola que caía del cielo como lo debió hacer el Sputnik en su momento, podía percibir algunos murmullos de admiración de la grada. Pocos, eso sí.
Pero eran locuras transitorias de los aficionados, que enseguida volvían a reclamar sus dosis de pelotazo y tentetieso, codazos, testosterona y segadas a ras de suelo. Y si el hincha, siempre soberano, consideraba que yo no presionaba como mandaban los cánones de la virilidad, o no obstaculizaba al rival con la contundencia que se exigía en el fútbol de aquella época (entrando al choque hasta que saltaran chispas, para ser más exactos), también percibía con claridad los murmullos de desaprobación acompañados de frases del tipo «¡a ver si le echamos más huevos!» o «¡menos filigranas y más luchar, joder!», que era uno de los que, por cierto, más me jodían.
Pese a las críticas, siempre me mantuve fiel a mi estilo y forma de jugar. Bueno, me mantuve firme porque no sabía jugar de otra manera. Cuando intentaba hacer lo que otros hacían solo conseguía ganarme tarjetas por entradas a destiempo, o acabar siendo la víctima de ridículos embistes que me hacían caer revolcado por el suelo. Hasta que un día, como dice la canción de Los Enemigos, “me enamoré de mí mismo, pero luego me engañé”. Y pasó lo que pasó.
Sucedió durante un partido contra uno de nuestros rivales directos, y aunque no recuerdo la razón, supongo que aquel día estaba más enrabietado de lo habitual. Extrañamente, mi carácter más bien frío y pacífico parece que experimentó una inusual transformación. Quizá alguien del público me lanzó un sonoro “¡a ver si hoy espabilas y corremos!” durante el calentamiento. Eran comentarios que aunque nunca faltaban tampoco consiguieron afectarme jamás, pues procedían de aquel porcentaje de público que habría sido capaz de abuchear a Cruyff si uno de sus increíbles cambios de ritmo no terminaba en gol, a Maradona tras hacer una rabona, o al mismísimo Mágico González tras hacer un caño.

El caso es que en el ambiente se respiraba la tensión de los partidos de la máxima rivalidad. Una atmósfera de mala leche que se había extendido de la grada al terreno de juego, y nada más escuchar el pitido inicial los jugadores de ambos equipos entramos en una especie de extraña excitación que poco tenía que ver con el fútbol. Y cuando apenas se llevaban disputados cuatro o cinco minutos de partido, ocurrió. Fue en un saque de banda favorable para el rival. El jugador a quien me tocaba marcar inició un sprint solicitando el balón, y yo arranqué a correr tras él para tratar de impedir que lo recibiera. Por lo visto, mi presencia no produjo ningún efecto de intimidación en el encargado de hacer el saque, puesto que lo lanzó por alto hacia su compañero como si yo fuera el hombre invisible. Yo aceleré, esperando anticiparme, una acción que, todo hay que decirlo, no era una de mis especialidades. Aun así, arranqué en modo bisonte enfurecido, y elevándome con impulso nervioso y casi vikingo cabeceé con todas mis fuerzas. El tremendo testarazo que solté habría sido la envidia del mismísimo martillo de Thor.
Lástima que mi impetuoso remate, perfecto en cuanto a ejecución, fue un absoluto desastre en cuanto a su resultado, pues lo que golpeé no fue la más o menos acolchada textura de un balón de cuero, sino la rocosa dureza del cráneo de un descendiente del hombre de Cromagnon. Sí. El contrincante consiguió peinar el esférico unas décimas de segundo antes de que mi cabeza lo interceptara. Y, en consecuencia, lo que yo alcancé fue esa parte de su anatomía ocupada por un hueso llamado parietal.
Un silencio ensordecedor invadió el terreno de juego, las gradas y hasta las calles colindantes. Aunque si uno afinaba el oído podía escuchar la reverberación del estruendoso clonc que sonó en medio planeta tras mi cabezazo. En cuanto la información del daño causado por el golpe llegó a mi central cerebral me llevé de manera inmediata las manos a la parte derecha de mi rostro.
– ¡Sangre, sangre! – oí que gritaba alguien desde la grada.
Y yo, inocente de mí, pensé: “Pues sí que le he dado fuerte para hacerle sangre”.
Descubrí la verdad de pronto, tan repentinamente como Nick Hornby cayó enamorado del fútbol sin remedio. Vi, por el rabillo del ojo (por el rabillo del ojo que no tenía cubierto por mis manos, se entiende) una especie de líquido que desfilaba antebrazo abajo por mi camiseta, que había pasado del tradicional color verde del Cornellà, mi equipo, a una especie de mezcla indefinida entre verdoso ciénaga y rojo kétchup caducado. Como si aquellos datos no fueran suficiente para comprender que aquella sangre me pertenecía a mí, y que era yo la bestia que se había llevado la peor parte en aquel duelo de cabezas, separé mi mano de mi ojo, para ampliar la visión del mundo que me rodeaba. Y entonces lo asumí.
Lo que podía ver a través de mi globo ocular derecho estaba distorsionado por la catarata de flujo sanguíneo que se precipitaba rostro abajo hasta empaparlo todo: camiseta, pantalón, medias, botas y terreno de juego. Aun así, pude identificar una mano completamente empapada de sangre, la mía, que acreditaba que el lastimado de mayor gravedad había sido yo. Como la cabeza nunca deja de dar vueltas incluso en las situaciones más estrambóticas, todavía me recuerdo mirando como un idiota mi mano ensangrentada delante de mis morros mientras pensaba: “¡vaya! Tanto asustarnos de pequeñas con la mano negra y ahora resulta que da bastante más miedo la mano roja”.
En fin, los designios del cerebro son inescrutables.
Algo que también aprendí en aquel momento es lo duro que es no saber cómo actuar ante determinadas circunstancias. Una vez convencido de lo que estaba sucediendo, y de que lo que me había pasado es que me había abierto el cráneo, o la frente, o la jeta, o una ceja, o ves a saber qué, me quedé allí plantado, con mi uniforme manchado de sangre, mi mano ensangrentada frente a mi cara sin saber qué hacer con ella, y todo yo sin saber qué hacer conmigo mismo. De hecho, también me recuerdo debatiendo al respecto de cuál sería el comportamiento más adecuado: “¿Me dejo caer en plan desmayo? ¿Me dejo caer al suelo en plan penalti simulado? Y si lo hago, ¿me apoyo con las manos en tierra? Pero entonces, la que tengo ensangrentada se me va a pringar toda de arena, y luego no me la podré limpiar con la camiseta. Aunque qué tontería eso de no limpiarla con la camiseta si ya la tengo hecha unos zorros. Pero entonces…”.
Por suerte, alguien desde la grada vino al rescate de mi bucle reflexivo e interrumpió mis divagaciones tras comenzar a gritar como un loco:
– ¡El ojo! ¡El ojo!
Y yo, cuando entendí que lo que el tipo pensaba es que me había reventado el ojo del cabezazo, comencé a hacer aspavientos con los brazos intentando calmar a la afición mientras gritaba:
– ¡No, no! ¡El ojo está aquí! ¡El ojo está aquí dentro!
Y juro que por un instante estuve a punto de ponerme a cantar: “¡Se no-ta! ¡Se sien-te! ¡El o-jo es-tá pre-sen-te!”.
Yo supongo que mi aspecto debía ser terrorífico, y que al abrirse la ceja como una planta carnívora cuando está a punto de darse un banquete la parte inferior de la piel debió caer hacia abajo (claro, hacia dónde iba a ser si no, qué idiota soy) cubriendo la parte del ojo y haciéndolo desaparecer de la faz de la tierra. O de mi cara. Y no tengo del todo claro si fue por mi aspecto o por la proclama «¡el ojo está aquí!», que suena durillo, la verdad, pero el caso es que se produjo entonces otro daño colateral: el árbitro de la contienda, que debía ser un tipo pelín aprensivo, cayó desplomado de la impresión. Y así, a los gritos de “¡el ojo! ¡el ojo!” se añadieron otros:
– ¡El árbitro! ¡El árbitro!
En fin. Por suerte, hay personas que han nacido para saber intervenir y tomar las riendas ante situaciones de dudas, incertidumbre y pánico. Y una de ellas era uno de los hinchas más fieles del equipo, alguien a quien todos llamábamos Punterón. Aquel apodo era más que merecido. Porque cada vez que un jugador, al entrar en el área, se ponía a regatear o caracolear en lugar de disparar, gritaba: «¡chuta de punterón!». Total, que Punterón saltó enseguida al campo, y metiendo su cogote bajo mi axila y cogiéndome por la cintura comenzó a arrastrarme mientras gritaba:
– ¡Venga! ¡Pa la clínica!
Un par o tres de aficionados se prestaron a ayudarlo, y en un plis plas salíamos por la puerta del campo y alcanzábamos el aparcamiento. Yo pensé entonces en nuestro masajista, pero recordé al instante que lo acababa de ver unos metros más allá intentando reanimar al inconsciente colegiado. Y claro, entre auxiliar a la autoridad competente o a un peón prescindible no hay color a la hora de escoger.

El coche de Punterón era un Seat 128, aquel medio deportivo que era el delirio de los quinquis. De golpe y apresuradamente me abrieron una de las puertas de atrás y me empujaron para que entrara. Como soy de naturaleza colaboradora, hice lo posible por agilizar la maniobra. Pero lo único que conseguí fue pegarme un contundente porrazo contra el marco de la puerta. Aficionado a cuestiones científicas como era, había leído en algún sitio que si tenemos dos ojos es para podernos mover con soltura en un mundo en tres dimensiones. Pero que cuando uno lleva un ojo tapado, la sensación de profundidad se pierde, con lo que eso significa de errar en los cálculos de distancias. Aquel día lo comprobé en mis propias carnes. Bueno, en mi propia cabeza, para ser más exactos.
Además de colaborador me considero buena persona. Y justo antes de acceder al interior del buga no pude evitar detenerme un instante y decir:
– Punterón, estoy sangrando como un cerdo. Te voy a poner la tapicería hecha una mierda.
– ¡Pero qué tapicería ni qué ocho cuartos! -respondió él, indignado-. ¡Tira ya padentro, coño, que esto es cuestión de vida o muerte!
Y en cuanto dijo eso recordé aquella frase de Bill Shankly en la que decía que el fútbol no era cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante que eso.
Yo, la verdad, es que estaba más incómodo por la situación que preocupado por mi salud. Durante todo el rato mantuve cerrado el ojo dañado. Aunque si lo hubiera abierto no habría visto nada, pues el caudal de sangre que continuaba saliendo de la ceja era de récord Guinness, por lo que preferí dejarlo en modo off. Tampoco sentía un dolor especial, vamos, nada más allá de la típica molestia por el leñazo. Sí que me habría gustado quitarme las botas y las medias, que no sé cómo se me habían encharcado (igual es que alguien, en algún momento, me roció con agua, o con réflex, ves a saber) y la sensación de caminar con botas de fútbol mojadas es bastante desagradable. El caso es que hice lo único que podía hacer. Es decir: entré en el coche, fui observando cómo se iba pringando sin remedio la tapicería y me dejé llevar por las circunstancias.
Nada más arrancar, y no sé de dónde, apareció un policía municipal motorizado.
– ¡Síganme! – oí que ordenaba. Y pensé, «qué guay, con escolta y todo, como en las películas».
El problema es que la película acabó pareciendo más de la saga de Loca academia de policía que de las de Bruce Willis, porque nada más salir, el tipo puso la sirena (la sonora y la luminosa) y salió a la avenida que había junto al antiguo campo de la Vía Férrea del Cornellá. El poli iba rápido, y Punterón no le fue a la zaga, haciendo incluso una derrapada en cuanto se incorporó a la carretera y advirtiendo a todo el mundo de su presencia gracias al estruendo que hacía su tubo de escape trucado.
– ¡Ese Punterón, como el Torete! -le aplaudió Matías, otro de los hinchas históricos del club, que iba de copiloto.
Y aunque yo solo veía en dos dimensiones, observé perfectamente a través del retrovisor la sonrisa que se dibujó en el careto de Punterón al escuchar aquel piropo. Y también pude ver con meridiana claridad (bueno, aquí exagero un poco, sobre todo en lo de la claridad) cómo las cenefas geométricas del asiento trasero del vehículo iban desapareciendo bajo el efecto de un tsunami sanguíneo.
A escasos doscientos metros de la avenida por la que circulábamos había un desvío hacia la derecha que llevaba hacia el barrio de San Ildefonso de Cornellà. Y, también, hacia uno de los centros sanitarios más conocidos de la ciudad por aquel entonces: la Clínica San Jorge. Desde el asiento trasero tenía una panorámica perfecta de todo cuanto pasaba, y juro que vi al motorizado policía municipal que nos precedía sacar rodilla, tumbar moto y girar hacia la derecha en dirección a la citada clínica. Ni Kevin Schwantz habría tomado mejor aquella curva. Para mi sorpresa, y para la de Matías, imagino, Punterón se pasó de largo el desvío y siguió recto por la avenida mientras agitaba un pañuelo blanco por la ventanilla.
– ¡Punterón, que t’has pasao! -le gritó su compañero con los ojos como platos.
– Tranqui -respondió Punterón-. Vamos a la Clínica Guadalupe, que está un poco más arriba, que tengo un cuñao trabajando allí que me habla maravillas -dijo. Y acto seguido añadió:- Tú no te preocupes, Morilla (Morillas, mi apellido es Morillas, pero no he conseguido nunca que lo digan bien), que ese ojo lo vamos a salvar y te va a quedar dabuten.
Yo me limité a lanzarle una sonrisa a través del retrovisor, y acto seguido me giré para mirar por la ventanilla trasera del 128. Vi entonces al policía municipal saliendo disparado de la calle en la que había girado, volviendo a sacar rodilla y a hacer un caballito mientras aceleraba. Punterón pisaba cada vez con más energía el acelerador. Los transeúntes nos miraban espantados al escuchar el ruido infernal que emitía aquel engendro de cuatro ruedas. El policía estrujaba su moto al máximo intentando no solo darnos alcance, sino adelantarnos para poder acometer la función que se había asignado: la de abrirnos paso entre el tráfico y escoltarnos hasta el hospital. Y a mí me parecía estar formando parte del rodaje de una nueva película de Perros Callejeros en versión futbolera.
Al cabo de unos cinco minutos, y tras ignorar el rojo de varios semáforos, Punterón tiró de freno de mano, hizo contravolante, derrapó, y marcando ruedas sobre el asfalto se detuvo ante la puerta de la clínica a la que nos dirigíamos.
– ¡Venga, zumbando! –nos ordenó-. Que como sigas perdiendo sangre de esa manera no vas a servir ni para jugar en el infantil –gritó.
Yo no sé si aquello de ‘servir para jugar en el infantil’ lo dijo en serio o si fue una especie de traición del subconsciente. Quizá lo que en realidad pasaba por su cabeza es que yo, antes de la lesión, no servía ni para jugar en el infantil. Pese al paso de los años, sigo teniendo mis dudas cada vez que recuerdo aquel suceso.
Ayudado nuevamente por Punterón y Matías, que me llevaban casi en volandas, entramos en la recepción de la clínica. Un lugar aséptico, muy luminoso, limpio, con olor a ambientador, cuadros abstractos en las paredes y música clásica en el hilo musical. Hasta que llegué yo, claro. Bueno, hasta que llegó aquella thrilleriana estampa que componíamos los tres. Las personas que había en la sala de espera dieron un respingo al vernos, e incluso creo que alguien pensó que iba a ser víctima de un atraco. Sobre todo cuando vieron que detrás de nosotros entraba corriendo un apresurado policía con casco y gafas de espejo gritando:
– ¡Abran paso! ¡Abran paso!
Una chica en recepción que debía haberlas visto ya de todos los colores ni siquiera se inmutó al ver a aquel grupo más propio de vivir en Acción Mutante que en una plácida mañana primaveral. Justo cuando alcanzamos el mostrador nos dirigió una amable sonrisa y dijo:
– Pues ustedes dirán.
Ni que decir tiene que yo seguía sangrando a borbotones, aunque aquel dato no pareció ser demasiado significativo para la señorita.
– ¡El chaval! ¡El ojo! ¡El porraso que s’ha dao! – dijo atropelladamente Punterón.
– ¡Huy! – respondió ella echándome un vistazo. Para añadir a continuación:- ¿Y donde te has hecho eso?
Punterón pareció bloquearse por un instante. Después reaccionó, y le dijo:
– Señorita, ¿ha visto usté cómo va vestío el chiquillo? ¿Le parece que viene de misa?
Y ella, todo digna y sin amilanarse, le respondió:
– Mire caballero, yo… he visto cosas que usted no creería…
Aquella frase me sonaba de algo, y me quedé pensando en ella, pero justo entonces apareció un médico que me hizo entrar en una sala.
– Ustedes no –dijo a Punterón y Matías, que hicieron el gesto de seguirme-. Espérense aquí, por favor.
Ambos se quedaron allí, en aquella sala de espera que no les pegaba para nada, como dos perros desamparados en un desfile de moda. Y Punterón, alzando uno de sus puños y apretándolo con fuerza, me gritó:
– ¡Vamos Morilla! ¡Échale huevos, que todavía tienes que pegar muchos pelotazos!
Y yo, devolviéndole el saludo con un tímido gesto con mi puño, entré en la sala con el doctor.
Una vez dentro me estiré en una camilla, me hizo apartar la mano de la cara, echó un rápido vistazo, se giró hacia la mesa donde tenía todo el instrumental y volvió a aparecer en mi campo de visión de dos dimensiones.
– ¿En qué equipo juegas?
– En el Cornellà.
– Ajá. ¿Y de qué juegas?
– De centrocampista
– Ajá. ¿Centrocampista destructor o centrocampista creador?
– Diría que más bien creador. Bueno… al menos lo intento.
– Ajá. ¿Y cuántos goles llevas?
– Pocos. Cuatro o cinco, creo.
– Ajá. ¿Y cómo te has hecho esto? ¿En un córner, tirándote en plancha, en una bronca con un rival, te han apedreado…?
– Bueno, en realidad he sido yo, que le he dado un cabezazo por detrás a un rival.
– Ajá. ¿A propósito?
– ¿Cómo dice?
– Que si le has golpeado a propósito…, en venganza por alguna entrada que te había hecho antes… ya sabes, esas cosas que a veces hacéis los del fútbol…
– No, no, ha sido involuntario.
Mientras conversábamos, el tipo no dejaba de trastearme la jeta, de limpiar sangre, y de preparar, por así decirlo, el terreno de juego para su particular partido.
– Verás, tienes un corte considerable en la ceja. Voy a tener que coser. Espero que me quede bien. Intentaré no dejarte demasiada marca, pero no te lo aseguro. Va a ser la primera ceja que cosa en mi vida. ¿De acuerdo?
– …
– Tampoco será tan grave. Hay chicas a las que les atraen las cicatrices vistosas.
– …
– Tranquilo, chaval, solo estaba bromeando.
– Joder, doctor –se me escapó cuando me recuperé del susto.
– Bien. No puedo poner anestesia, pero no te preocupes que no te dolerá. Ahora te clavaré la aguja con el hilo y comenzaré a tirar para cerrar la herida. Cuando notes el tirón me avisas, ¿vale?
– Ajá.
Yo cerré el ojo bueno y me concentré en aquella maniobra. Al cabo de unos segundos le dije:
– ¡Ya!
– ¿Ya qué? – dijo el doctor.
– El tirón, que ya noto el hilo tirando de la ceja.
– A ver… ¿te llamas Morilla, verdad?
– Morillas, con ‘s’ final.
– De acuerdo, Morilla. No puedes haber notado nada porque todavía no he empezado.
– Oh, me había parecido…
– Escucha, seguro que has tenido esguinces, torceduras de tobillo, moratones, rascadas en los muslos y las rodillas, pelotazos en el estómago y hasta alguno en los … testículos … ¿Sí? Pues todo eso duele infinitamente más que lo que te voy a hacer. ¿Capici?
– Capici.
Tres cuartos de hora después salíamos por la puerta con mi nuevo look. La verdad es que había sido bastante menos de lo que pensaba. Mi cara, completamente limpia y únicamente ocupada por el aparatoso vendaje que me habían puesto para proteger la ceja contrastaba con mi aspecto general, más cercano al mundo de Apocalipsis Zombie que al de un futbolista. Ni siquiera me había podido quitar todavía las botas. Punterón y Matías me recibieron con una amplia sonrisa. Nos despedimos del personal de la clínica y subimos al coche, que todavía permanecía mal estacionado sobre la acera. En cuanto nos acomodamos en el interior del automóvil, el policía, que había estado todo el rato allí esperando, introdujo su cabeza por la ventanilla de Punterón y le dijo:
– Y ahora, caballero, será usted quien me siga a mí.
– A sus órdenes, señor agente –respondió un modosito Punterón.
Poco después regresábamos al campo. Nos sorprendió ver que acababa de comenzar la segunda parte, cuando hacía rato que debería haber terminado el partido. Pero, al parecer, el juego estuvo suspendido durante un buen rato, puesto que el árbitro tardó bastante en recuperarse del todo de su lipotimia. En aquel momento, el juego estaba detenido tras haber salido un balón fuera. Fue entonces cuando el público descubrió mi vuelta al campo y comenzó a aplaudir. Yo levanté tímidamente una mano, pero Punterón debió pensar que la ovación era para él, porque se puso a saludar enérgicamente a todo el que se encontraba y a lanzar enérgicos besos a diestro y siniestro.
En cuanto a mí, caminé hacia el banquillo de mi equipo con la banda sonora de los aplausos del público de fondo. Durante el trayecto, mientras jugadores de uno y otro bando me animaban, no podía dejar de pensar en lo extraño de la situación. Porque estaba recibiendo la ovación más grande de mi trayectoria futbolística. Y sin haber tocado el balón. Y es que el fútbol, como decía Shankly, no es cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más incomprensible que todo eso.
Alfonso Morillas
Alfonso Morillas es Licenciado en Historia del Arte, Máster en Formación del profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación profesional y Enseñanzas de idiomas, Máster en Edición, Posgrado en Procesos Editoriales, Posgrado en Edición Digital, amante de la vinculación entre cultura y nuevas tecnologías… ¡Ah! Y evidentemente, apasionado de la combinación de fútbol y literatura. Ha escrito Futbolilibros y La Hermandad de los balones desaparecidos.
Su web www.futbolclubdelectura.com es una referencia para los amantes de los libros de fútbol
Twitter @alfmorillas y @fcdelectura