LA MALDICION DE BÉLA GUTTMAM

Amsterdam, Mayo del 2013. Chelsea 2 Benfica 1.

 

A mediados de enero del 2013 participé en el sorteo de la UEFA para poder comprar dos entradas, al precio de 45 euros cada una, para la final de la Europa League. El 30 de enero recibí un email de la UEFA que me daba oportunidad de comprar las dos entradas, y las compré. Pensaba que el Atlético de Madrid tendría muchas posibilidades de estar en esa final de mayo en el Amsterdam Arena. El sueño comenzó a enturbiarse aquella noche del 14 de febrero en la que, regresando de jugar un partido de fútbol 7 con Ecogen FC, escuchaba en el coche la retransmisión del partido de ida de dieciseisavos de final de la Europa League entre el Atlético y el Rubin Kazan. Mi cabeza iba y venía entre lo que acontecía en el Calderón, y la evaluación de los chasquidos de mi rodilla derecha durante el partido de esa noche.

—¿Es 0-1 un resultado remontable en Rusia? Seguramente sí, pensando en el valor de los goles fuera de casa y en la artillería que tiene el Atleti arriba.

—¿Podría aguantar mi rodilla un partido más? Aquel último vaivén de la rótula, ¿era un aviso real de que tenía que parar?

La reciente sensación del último pase al hueco con el exterior, de la última devolución de primeras, del último disparo a bote pronto —a las nubes, pero que durante un segundo tuvo una trayectoria de gol— me enturbiaba la razón. Claro que jugaré un partido más.

Subo un punto el volumen de la radio. Minuto 95. El portero Asenjo sube a rematar el córner —comenta el locutor—. Se me desregula el pulso cardiaco. Ordeno ideas, pero no me encajan. Si estamos en el partido de ida y solo perdemos 0-1, ¿para qué sube el portero?

Unos segundos más tarde narran una contra del Rubin Kazan con el portero del Atleti corriendo como pollo sin cabeza por el centro del campo. Gol ruso. 0-2 y final del partido. Ese gol resultó definitivo en la eliminatoria. Yo con entrada y vuelo a Amsterdam comprados para mayo, y el Atlético fuera de la competición en febrero. ¡Holy shit!

Si hay que hacer una huida, mejor siempre hacia adelante. Así que decidí ir a Amsterdam aunque fuera solo. Una final europea es un ratico de fútbol único. Días más tarde, Fran, amigo desde que tengo uso de la razón, me reavivó las ganas por esta final.

—Me voy contigo Bro. Nos vemos el partido que sea, y recordamos la última vez que estuvimos allí.

Fue hace 23 años, en un interail de un mes de duración en el que comí más atún —en lata, no en sashimi— que en toda mi vida.

El 15 de mayo por la mañana aterrizo en Amsterdam y espero durante una hora y media el vuelo de Alicante en el que llega Fran. Esa misma noche, Benfica y Chelsea juegan la final de la Europa League. Paseo por el aeropuerto de Schipol y veo que los ingleses ya han tomado posiciones en los bares de la terminal. Son las 12 del mediodía y se están tomando unas cervezas enormes con el sosiego de quien comparte un té con pastas. Observo que les gusta conservar sobre la mesa los vasos vacíos con trazas de espuma de las cervezas previas. Esa exhibición de lo bebido la observé en su máxima expresión hace unos años en Barcelona, donde un aficionado del Glasgow Rangers paseaba por las ramblas con una cerveza en una mano y en la otra una caja de quintos, la mitad de ellos vacíos.

Hace un día luminoso en Amsterdam. Desde la estación central de tren salen oleadas de gente con camisetas rojas o azules que se dispersan por las orillas de los canales y luego se acumulan en lugares como Leidseplein, la Plaza Dam, o el Barrio Rojo. El Barrio Rojo de Amsterdam está muy céntrico. Las prostitutas se exhiben en los escaparates de unas calles por donde pasan niños de regreso de la escuela, jubilados que han comprado el pan, y centenares de seguidores del Chelsea y del Benfica. En el esperpento de la escena se ven aproximaciones a los límites de la dignidad humana. Una prostituta descorre una cortina y segundos más tarde aparece en la puerta donde se despide de su cliente con un beso en la mejilla. Decenas de portugueses e ingleses que estaban atentos a la despedida aplauden al hombre que, lejos de avergonzarse, saluda al respetable público.

El modus operandi de la afición del Chelsea es fácilmente reconocible. Un grupo llega a un bar y decora el entorno con una o dos banderas enormes. Alrededor de ese grupo se van acumulando unidades. Son ruidosos. El tono de sus cánticos es especialmente elevado. Cantan con los brazos elevados abiertos en V. Tienen actitud bravucona. Cuatro ingleses cantando suenan como diez portugueses. Son cantos-grito. Cuando hablan te das cuenta de que casi todos están algo afónicos. Algunos llevan cantando, y quizás bebiendo, desde que salieron por la puerta de su casa.

Amsterdam Amsterdam we are coming.

Amsterdam Amsterdam I pray.

Amsterdam Amsterdam we are comin.g

We are coming in the month of May.

 

El prototipo de hincha inglés es calvo o rapado, con sobrepeso, y de cuello inabarcable con dos manos. Me imagino a sus antepasados cantando ron en mano en barcos piratas, o arreando cañonazos por el canal de la mancha a la vencida armada invencible. Con ese estándar, cualquier fulano sin pinta de quebrantahuesos podría ser sir. El título de sir lo puede conceder la Reina de Inglaterra a plebeyos, como lo hizo con David Beckham. Si esto tiene guasa, que Juan Carlos I nombrara marqués a del Bosque también tiene su miga*.

*Yo ante Don Vicente me inclino a besarle la mano, con independencia del color de su sangre.

El arquetipo de hincha portugués es moreno, tirando a bajo pero fortachón, de cejas pobladas, y con expresión facial melancólica. Ibérico en definitiva. Pérez-Reverte ahonda magistralmente en ese patrón ibérico cuando describe a los compañeros de armas del Capitán Alatriste. Resignados al fatalismo, a la incompetencia de sus gobernantes, pero con un par de huevos en la recámara por si hicieran falta. Afinando en la búsqueda del arquetipo del aficionado del Benfica entre los compañeros de Alatriste, creo que este sería Sebastián Copons.

Escarbando en nuestras similitudes con los portugueses, recuerdo el libro El imperio eres tú, donde se cuenta la historia de Pedro I, el primer emperador de Brasil, hijo del rey Juan de Portugal y de la española Carlota, hija de Carlos IV. Las semejanzas con los portugueses, incluida la desgracia de haber estado cagados por la moscarda borbónica, me refuerzan las simpatías por el Benfica.

Desde el fondo de un callejón nos llega un cántico portugués que eriza la piel. Nos asomamos y vemos a los portugueses cantar agitando las bufandas sobre sus cabezas.

SLB. SLB. SLB. SLB. SLB. SLB.

GLORIOOOOSO SLB, GLORIOSO SLB

Y vaya si fue glorioso el SLB —Sport Lisboa e Benfica—. Los encarnados ganaron dos Copas de Europa al Real Madrid y al Barcelona en el 1961 y 1962. En aquel Benfica jugaba Eusebio. Nacido en Mozambique, este portugués de padre angoleño fue máximo goleador del mundial de Inglaterra 66, donde Portugal fue tercera. En pleno apogeo del Benfica de Eusebio nace la “broma” de la maldición de Béla Guttman. El húngaro Guttmam fue el entrenador del Benfica que ganó las Copas de Europa en 1961 y 1962. También fue el que trajo a Eusebio de Mozambique cuando la “pantera negra” tenía 19 años.

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Foto: Eusebio y Guttman

Guttman dejó el club porque no le pagaron lo que le prometieron, y en su marcha dejo esta frase lapidaría: «El Benfica no será campeón europeo en los próximos 100 años».

Lo que fue una broma barata tras la final perdida en Wembley, contra el Milán en 1963, se volvió un cuento de terror en los siguientes años. El Benfica también perdió las finales de Copa de Europa en 1965, en 1968, y en 1988 contra Inter, Manchester United y PSV respectivamente. Tras cuatro finales de Copa de Europa perdidas, en 1990 el Benfica llega de nuevo a la final que se juega en Viena. En esta ocasión, la maldición de Guttman ya se toma en serio y Eusebio, aprovechando que el húngaro estaba enterrado en Viena, acude a su tumba a llevarle flores, rezarle y pedirle perdón. Pero Guttman, seguía con el morro torcido en el más allá y el Benfica pierde la final contra el Milán, gol de Rijkaard.

El Benfica es glorioso más allá de sus Copas de Europa de 1961 y 1962. Es el club del mundo con mayor número de socios. Tiene 200.000 socios, según el libro Guinness. El Benfica no es solo un club de fútbol, es un club deportivo que tiene equipo de vóley, de hockey sobre patines, de baloncesto, de ciclismo, de rugby, o de fútbol sala. Profesionales con la camiseta colorada del Benfica también compiten en billar, natación, pesca, golf, capoeira, o tenis de mesa. Grande Benfica. Glorioso. Un ejemplo a seguir. Un club deportivo casi único. Como dice el lema de su escudo desde 1904: E pluribus unum (de muchos, uno).

Al estadio Amsterdam Arena se llega en tren desde la estación central. Viajamos como sardinas en lata, con olor a humanidad y atmósfera acervezada. No llevamos ni camisetas rojas ni azules, pero sí una bufanda de la final con los colores de los dos equipos, convenientemente acomodable en el cuello hacia el rojo o el azul. En los alrededores del estadio tomamos una cerveza y un perrito caliente con textura de plástico. Un aficionado del Benfica posa orgulloso con su bufanda extendida donde se lee Nada temos a temer. Benfica ate morrer (No tenemos nada que temer. Benfica hasta morir).

Buscamos nuestra puerta de acceso y allí hacen cola los aficionados del Benfica. ¡Genial! Estaremos en el fondo de los portugueses.

El estadio es precioso y tiene aura de templo. El público está cerca del césped. Las gradas forman dos anillos bajo un techo retráctil que en minutos cubriría el estadio en caso de lluvia. Hay enormes pantallas donde se ven primeros planos de los jugadores. A nuestro lado despliegan banderas gigantes y el fondo empieza a rugir «BENFICA, BENFICA, BENFICA».

 

Sorprendentemente, hay varios aficionados del Chelsea en el fondo del Benfica. La distribución de entradas de la UEFA a los equipos es tan escasa —10.000 por equipo, de un total de 53.000 localidades— que los aficionados buscan entradas sin importarles mucho la ubicación en el estadio. Un aficionado normal estaría calladito y con el rabito entre las piernas en el fondo del equipo rival, pero un hijo de la Gran Bretaña no. Los ingleses replican de inmediato cada canción del Benfica. Da igual si son 3, 4, 2, o si están solos. Se ponen en pie, brazos en V, y a cantar. En la fila de delante, hacia la izquierda, se sienta uno de estos islotes azules. Es grandote, barrigón, y tiene unos cincuenta años. Su mala suerte es que atrás tiene a un portugués que no está de humor y le recrimina que se levante cada vez que tiene que cantar. El inglés azulón se le encara mientras mide el potencial del gallo encarnado, y concluye acertadamente lo mismo que el resto de personas que observamos la escena. Mejor no meterse con ese tipo. Es un portugués recio, con gafas enormes que le agrandan los ojos, más bien bajo, pero redondo y con dos mazas como brazos que a buen seguro no se las modeló delante de un teclado. Y lo peor de todo, su temple al encararse. Demasiado seguro de sí mismo y de sus brazos. Milagrosamente no hubo ninguna pelea en ese fondo.

Detrás de nosotros tenemos a otro inglés, también solo, también rondando los 50 años, con un polo azul claro de manga corta, bermudas y zapatos náuticos sin calcetines. Nosotros llevamos dos mangas y bufanda. Este inglés no canta, solo se levanta de vez en cuando, en momentos impredecibles, y grita frases que siempre contienen fuck y sus derivados. Se levanta, grita a todo lo que le da la garganta «Move the fucking ball quicker», y se sienta tranquilamente como si se hubiera pedido un café con leche. David Luiz le pone especialmente nervioso. El personaje despierta mi interés. Solitario, temperamental, serio. No habla con nadie. En el descanso le lanzo una ráfaga de preguntas que me contesta con monosílabos. Ninguna le engancha. Me retiro con un escaso botín. Va a Stamford Bridge a ver cada partido del Chelsea, le gusta Mourinho, ha estado en España de vacaciones, e indudablemente no tiene ganas de conversación.

Nuestra panorámica del encuentro desde el segundo anillo del fondo es fantástica. Desde allí observamos a un Benfica mucho más dinámico, que desborda por las bandas con Almeida, Melgarejo y Salvio, que triangula por el centro con Matic, Enzo Pérez y el hispano-brasileño Rodrigo, y que es vertical en los desmarques con el argentino Nico Gaitán y el paraguayo Cardoso. El Chelsea parece un equipo mediocre a su lado. Con Lampard desaparecido, solo Mata pone el balón en el suelo y lo distribuye con criterio. David Luiz se mueve como un elefante en una cacharrería por el centro del campo. No hay fútbol en el lado blue, pero los aficionados del Chelsea parecen acostumbrados a eso y cualquier acción, como un córner o un tackle, parece satisfacerles. Es dudoso su gusto por el fútbol, pero no hay duda de que tienen mucha confianza en el juego de su equipo. Se llega al descanso con un disparo duro de Lampard desde fuera del área que es un aviso a navegantes. El aviso se transformó en castigo en el minuto 15 de la segunda parte. Tras una buena internada de Gaitán, el balón acaba en las manos del portero Cech. Saca en largo con la mano hasta el centro del campo, donde Mata prolonga con un golpe sutil hacia la carrera de Torres que le roba la cartera a Garay. Luisao sale corriendo tras Fernando sin poder remediar el hurto. Torres dribla al portero, marca el 1-0 y lo celebra haciendo el gesto del arquero (un guiño a Kiko Narváez).

Ocho minutos más tarde, Azpilicueta le da a la pelota con la mano dentro del área y es penalti a favor del Benfica. En las pantallas gigantes del estadio se ve un primer plano de Cardozo con cara de tener la boca seca a causa de los nervios. Ese rostro me produce un deja vu, y es que a Cardozo fue a quien Casillas le paró el penalti en los cuartos de final del mundial de Sudáfrica cuando el marcador estaba 0-0. Un penalti que pudo dejarnos sin estrellita sobre el escudo. Villa marcó más tarde el 1-0 que nos metió en semifinales.

Cardozo tira a romper con la zurda, por el centro, y marca. Tan fuerte chutó que le dio un calambre en la pierna izquierda.

El partido se alocó en los últimos 20 minutos. Lampard, desde fuera del área, pegó un disparo en la cruceta que heló la sangre de los portugueses. El fatalismo ibérico ya se olía por las gradas del Amsterdam Arena. Era el minuto 93 y ya solo daba tiempo a sacar un córner a favor del Chelsea en el fondo de color azul. Los aficionados blues parece que olieron la sangre porque algunos se pusieron de pie y comenzaron a rugir. Mata pone magistralmente un balón que en parábola llega al segundo palo. Con el balón en el aire, David Luiz y Calhill salen del segundo palo. David se mueve hacia fuera del área y Calhill va hacia el primer palo. La estampida de las dos torres blues deja un hueco en el segundo palo al que llega Ivanovic trotando de espaldas sin perder de vista el balón. Jugada de ajedrez de Rafa Benítez: dos torres sacrificadas para que entre el caballo. En el páramo dejado por David Luiz y Calhill, Ivanovic se eleva entre dos encarnados de talla media y clava un cabezazo cruzado. Gol, final del partido a la siguiente jugada, y la calavera de Guttman partiéndose de risa en Viena.

 

Con los equipos en el centro del campo, unos abrazándose y otros estirándose de los cabellos, se escuchaba una canción desde el fondo azul que contrastaba con el silencio angustioso del lado rojo.

We know who we are, We know who we are,

Champions of Europe, We know who we are.

Esa canción tendría validez por unos días más. La podían cantar desde la final que el Chelsea de Drogba y Di Mateo ganaron al Bayer el año anterior, hasta la siguiente final de Champions diez días más tarde, que el Bayer ganó al Borussia Dortmund en Wembley.

 

El drama del Benfica tuvo mayor calado porque el sábado anterior a esta final también perdió la liga —estaba imbatido— al perder 2-1 en el campo del Oporto, que le remontó un 0-1 con un gol en propia meta del Benfica, y una contra del juvenil Kelvin en el minuto 91. Para colmo, una semana más tarde de la final de Amsterdam, también perdió la Copa de Portugal con el Victoria de Guimaraes —ganaba 0-1, y le remontaron en los minutos 80 y 82—. En quince días el Benfica pasó de un triplete factible a una agria sensación de loser.

Ya de regreso al centro de Amsterdam, esperamos el tranvía que nos llevaba a Leidseplein. A nuestro lado hay dos portugueses con la mirada perdida. Juntos, pero en silencio. El menor, un veinteañero, se pone la mano en la cara y empieza a llorar. A su lado, el otro encarnado, de unos cincuenta años, lo mira, se gira, y camina alejándose como para no contagiarse de su llanto. Unos segundos más tarde regresa y se acerca al chico para besarle en el pelo. Entonces recordé la frase que citó un periodista argentino hace unos años tras la eliminación de Argentina de un mundial. La frase citada era del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro y decía «Quien no ha sentido la tristeza en el fútbol, no sabe nada de tristeza».

 

Resumen del partido

Cech-Mata-Torres-GOL

 

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