Cinco días en Buenos Aires

 

Buenos Aires, Otoño del 2006. Avellaneda y Boca

 

Muchos vivimos en una cárcel de oro que solo percibimos si tomamos la distancia suficiente. Entonces se distinguen nítidos los barrotes de las celdas y los reclusos dando monótonas vueltas, de casa al trabajo, del trabajo a casa, siempre con algo de prisa, angustiados porque el tiempo no da para hacer correctamente todo lo que se espera de nosotros.

En otoño del 2006, aprovechando el traslado entre una cárcel de oro en USA y otra en España, Silvia (entonces mi novia, ahora mi mujer) y yo nos pusimos una mochila a la espalda y viajamos como se viaja de verdad, perdiendo la noción del tiempo y dejando que los lugares te descubran a ti. Teníamos un billete de ida Madrid-Buenos Aires, y otro de vuelta, un puñado de semanas más tarde, Ciudad de Panamá-Madrid.

Buenos Aires se llama así porque Pedro de Mendoza fundó en 1536 un asentamiento a orillas del Rio de la Plata con el nombre «Real de Nuestra Señora Santa María del buen ayre», que era la patrona de los navegantes. La ciudad de Buenos Aires se expande radialmente desde Puerto Madero. Al sur está el barrio de la Boca y la Bombonera. Al norte se encuentra el barrio de Núñez y el estadio de River Plate, el Monumental. Mas allá de estos barrios de Buenos Aires capital hay ciudades adosadas como Avellaneda, Lanús, Quilmes o Tigre, que forman el Gran Buenos Aires, donde viven unos 13 millones de personas (una cuarta parte del país). Buenos Aires capital y el Gran Buenos Aires están dentro de la provincia de Buenos Aires, cuya capital es La Plata, pero nada tiene que ver con Mar del Plata, que ya no está próxima al Rio de la Plata, pero que sí se encuentra en la provincia de Buenos Aires. Los habitantes del Gran Buenos Aires son porteños, los del Mar del Plata no. Te cuento esto para que no te metas en un barrizal la próxima vez que alguien te diga que es de Buenos Aires. Di que es muy lindo, y a otra cosa.

mapa equipos buenos aires

Estuvimos cinco días en Buenos Aires capital y me alcanzó para ver tres partidos en directo sin romper mi relación de pareja. Vi al Boca de Fernando Gago, Rodrigo Palacio, Cata Díaz y Barros Schelotto. Vi al River del muñeco Gallardo, Pipa Higuain y Radamel Falcao.

            A River Plate fui a verlo un domingo de octubre del 2006. River jugaba en la ciudad de Avellaneda contra Independiente. Al llegar al estadio de Independiente me enteré de que estaba en obras y que allí no se jugaba el partido. El partido se jugaba 300 metros más allá, en “El Cilindro”, el estadio de su rival más íntimo, el Racing de Avellaneda. Formé cola frente a la boletería (taquilla) y en mi primera experiencia en un campo argentino opté por una entrada de tribuna lateral. En la cola pronto descubrieron mi acento.

—¿Venís solo? ¿A quién bancas? —me preguntaban curioseando.

—Me gusta Independiente. Dicen que el Kun Agüero es buenísimo —resolví diplomáticamente.

—Al Kun se lo van a llevar (lo fichó el Atlético de Madrid meses más tarde). Tiene 18 añitos y él solo se gana los partidos. Y sí, Independiente te tiene que gustar, nadie tiene más copas Libertadores que el rojo, gallego.

Eso era cierto, pero también es cierto que la última Copa Libertadores que ganó Independiente fue en 1984.

Desde la tribuna observé como en el fondo de River no paraban de ondear banderas gigantes. Ninguno de los dos fondos dejó de cantar en los 90 minutos. Eso ya no puede pasar en el fútbol argentino por una ley que, desde junio de 2013, tras la muerte de un hincha de Lanús en el estadio de Ciudad de la Plata, prohíbe la entrada de la afición rival a los estadios.

Aquel año se hablaba de los traspasos de Higuain y Gago (de River y Boca respectivamente) al Real Madrid. Higuain me pareció muy bueno. A Gago lo vi como un deseo de que fuera Fernando Redondo, pero no lo era y nunca lo fue. Doce años más tarde el expolio europeo de jugadores argentinos no ha terminado. Por esta razón, la edad media ha desaparecido en los grandes equipos sudamericanos, que suelen tener a veteranos en defensa y jóvenes, muy jóvenes, en ataque.

El partido acabó 0-0 y salí apresurado a la calle a buscar un taxi para ir a la Bombonera a ver a Boca Juniors. Se me hizo tarde porque no nos dejaron salir del estadio hasta que se hubiera marchado la afición de River. Llegué al barrio de La Boca con el partido comenzado y la boletería (taquilla) cerrada. Entonces me planté en una de las puertas del estadio y decidí probar suerte con un portero.

—Amigo, vengo de España. Soy biólogo. No tengo mucho dinero ni lo voy a tener. O entro hoy a la Bombonera o igual ya nunca regreso. Igual me muero sin llegar a verla por dentro —apuntillé.

El portero me comentaba cosas entre dientes. Mensajes que no lograba descifrar en su totalidad hasta que escuché «sentáte ahí y ahora te digo». El caminaba de un lado a otro, girando cada pocos metros como perdido en sus pensamientos. A veces se cruzaba con algún otro compañero portero y comentaban cosas. Mientras tanto, yo esperaba obediente sentado sobre un escalón diminuto. Se me acercaron algunos tipos que salieron de una tiendecita de Boca que estaba junto al estadio.

—¿Querés entrar? ¿Vení y lo arreglamos?

—No amigo. Todo tranquilo. Estoy bien.

—Si querés entrar yo te lo arreglo.

—No, de verdad. Gracias.

Yo sabía que entradas no tenían y que me querían sacar plata por un favor que el portero parecía poder hacerme gratis en algún momento. Los turistas eran, y son, una fuente de ingresos para la barra brava de Boca. Por aquel entonces, la famosa barra de “La 12” cobraba 150 dólares por entrarte al estadio y sacarte de una pieza.

El portero se acercaba y me daba conversación de vez en cuando.

—¿En España, de qué equipo sos?

            Charlábamos un minuto o dos y se volvía a su paseíto, mirando a un lado y a otro. Pasaron demasiados minutos y yo seguía ahí, sentado sobre el escalón. Al llegar el descanso hubo un trasiego de gente que entraba y salía. Los que entraban no mostraban nada a los porteros, arqueaban cejas o bailaban los dedos de las manos. Un lenguaje cifrado, creado sin academias que lo regulen, que decía mucho con muy poco.

Estaba reacomodando las piernas bajo el escaloncito cuando siento que me tocan en el hombro con un golpe seco y escucho «Ahora. Dale gallego».

            Me levanto como si el escalón ardiera y entro al estadio a un paso ligero, justo por debajo de ese umbral de velocidad que separa al que tiene mucha prisa del que no está haciendo nada bueno. Camino por un pequeño túnel y salgo a una grada justo detrás de la portería. Boca gana uno a cero. Una media docena de personas están encaramados a la valla de alambre que separa al público del césped. Parecen hombres araña. Los jugadores salen de los vestuarios y la grada de enfrente despliega grandes banderas azul y oro. Es la grada donde está la barra de La 12. Resuenan tambores marcando un cántico que sigue el resto del estadio pidiendo otro campeonato (vuelta) a Boca. La canción sigue el tono del reggaetón «Dile (Otra noche) » de Don Omar.

Podrán imitarnos, pero jamaaaas, jamás nos podrán igualar.

Otra, otra vuelta Boca. Otra, otra vuelta Boca.

En mi fondo todo el mundo está de pie. Algunos saltan y cantan en un espacio diáfano que hay entre los primeros asientos y las vallas. Nunca había vivido un ambiente así. Estaba impresionado.

Boca marcó el 2-0, y los hombres araña volvieron a aparecer. Tan prudente me comportaba que me planté al lado de un señor sexagenario que observé que no cantaba y traté de imitarlo. Gesticulé con las manos tras decisiones arbitrales que el reprobaba, y aplaudí lo que él aplaudía. Completé la técnica del camaleón teniendo el pico cerrado. Solo fui indisciplinado cuando grabé 3 o 4 videos de unos segundos con la cámara digital pegada al pecho.

Argentinos Juniors —equipo de un barrio de la ciudad de Buenos Aires, La Paternal, donde jugó Maradona— estaba apretando a Boca y le marcó en los últimos minutos. 2-1. Desde ese gol hasta el final del partido se repitió un mismo canto, como una nana, seguido por la multitud al compás que marcaban los tambores:

Dale Boooo, dale Booooo,…dale Boca dale Boooooooo.

Un minuto tras otro, sin cambiar el ritmo, hasta el pitido final. Un runrún de fondo para hacerle el aguante a Boca. Boca aguantó y ganó aquel partido. A la conclusión del Torneo Apertura 2006 empataron Boca y Estudiantes en la cabeza de la clasificación y tuvieron que jugar un partido de desempate para definir quien salía campeón. Esa final del apertura 2006 la vi por televisión semanas más tarde en algún lugar de Chile. Ganó Estudiantes de la mano de la Brujita Verón que terminó el partido acalambrado y escondiendo la pelota entre sus medias caídas con el magisterio que solo tienen los viejos zorros. Me vienen a la cabeza pocos jugadores con la capacidad de llevar en solitario el paso y el peso de un equipo como lo hacía la Brujita Verón en aquel Estudiantes. Entre ellos, Maradona en el Nápoles, Prosinecki en el Estrella Roja que fue campeón de Europa, o el brasileño Guina en el Real Murcia de los ochenta.

 

Tras ver los dos partidos en Avellaneda y Boca, regresé al hotel entusiasmado.

—Silvia, esto lo tienes que vivir. Es un espectáculo único. ¿Cómo te lo vas a perder? Igual aquí ya no volvemos nunca más. El miércoles se juega un partido retrasado. No es muy lejos, en Avellaneda. Juega Racing de Avellaneda contra Boca Juniors. ¡Venga amore! ¿Vamos?

No me dijo ni que sí ni que no, pero yo a la mañana siguiente, aprovechando que estábamos visitando el barrio de La Boca, me di una vuelta por la Bombonera preguntando por entradas. Después de preguntar por aquí y por allá, las pistas me llevaron a un señor que, dentro de un coche aparcado y con las puertas abiertas, estaba haciendo figuritas con los colores del barrio de la Boca.

—Hola amigo, me dicen que usted tiene entradas para ver el Racing-Boca —le digo.

Ya no recuerdo los detalles de la conversación, pero siguió el cauce que esperaba. Si, pero no. No, pero sí. A ver cuánto estás de interesado. A ver cuánto te puedo sacar.

Lo mejor de viajar sin prisa, es no tener prisa. Así que me apoyé en el coche y me puse a preguntarle por las figuritas.

—Esta bonito ese azul. Se nota que sabes mezclar colores. ¿Cómo sacas ese azul compadre?

Tras un buen rato, el tipo saca dos entradas de un sobre y me las vende al precio de taquilla. Me pregunta que si iremos a Avellaneda con los chicos desde el barrio o si iremos por nuestra cuenta. Le digo que por nuestra cuenta y me despido educadamente.

El miércoles, para hacerle la experiencia a Silvia lo más plácida posible, vamos en taxi al estadio de Racing de Avellaneda. El taxista tiene ganas de conversación.

—Yo ya dejé de ir a los estadios. Es peligroso —dijo el taxista.

—No hombre, tampoco será para tanto. Hay que saber dónde se mete uno y ya. Nosotros nos colocaremos en algún lugar tranquilo —intento quitarle hierro al asunto.

—¿Nosotros? ¿Pero va tu mujer también? Te la van a manosear —sentencia el taxista.

En ese momento Silvia me disparó con la mirada.

–—Oye Julián, en serio, vámonos. Yo paso —me dice Silvia a media voz.

—Probamos, y al mínimo que estés incómoda nos vamos. Te lo prometo —intento tranquilizarla.

El taxi nos deja como a dos cuadras del estadio. El barrio se ve pesado. Caminamos hacia el estadio hablando poco o nada. Pasamos un par de cordones policiales y entramos al estadio. Estamos en el fondo de los hinchas de Boca. Al entrar a la grada vemos un montón de tipos descamisados y tatuados. La sensación era la de entrar al patio de una cárcel. A los lados de la grada veo policías y nos colocamos cerca de ellos. Intenté hacer de nuevo la técnica del camaleón, pero el problema es que llevaba a mi lado una camaleona que estaba rebuena. Tampoco pude resistir el sacar la cámara para hacer algún video corto.

No había duda. Estábamos señalados. Algunos hinchas de Boca se acercaban no con buenas intenciones, como explorando lo que se podía sacar. Entonces nos movimos de sitio y nos acercamos aún más a la policía. Pero el problema es que la policía estaba cerca de los hinchas de Racing que hacían aproximaciones a nuestro sector y nos tiraban cositas. Cositas como botellas de agua o como asientos arrancados. Solo aguantamos la primera parte. Nos fuimos en el descanso.

Al salir del estadio Silvia se cagó en mí, y con razón. Así que, estimado lector, si aún no tienes canas en el pelo apúntate esto en un papelito: «No hay que compartir todo con la pareja o con los amigos, al contrario, celebra y disfruta la diferencia».