LA PETITE RÉSURRECTION

New Jersey, USA; Septiembre del 2013.

 

Jugar en el Boston Honduras me dio el aire necesario para sobrellevar mi exilio científico de cinco años en Boston. Jugábamos cada domingo en una liga que nos enfrentaba a equipos de irlandeses, jamaicanos, haitianos o americanos. El Boston Honduras era puro hondureño, y dos o tres extranjeros. Un mexicano que jugaba de lateral izquierdo, un argentino díscolo que entraba y salía del equipo, y un servidor. Era un equipo buenísimo, con varios jugadores que fueron profesionales en Honduras. Mi perfil exótico en ese equipo hizo que tuvieran más paciencia conmigo que con el resto, y que me dieran los minutos suficientes para afianzarme de titular. Yo era inferior a la media del equipo en cuanto a físico y a técnica, pero creo que la táctica me salvó. Jugaba de medio centro defensivo, ellos le llaman armador, y me dejaba la piel en el campo. Colocaba al resto del equipo con respetuosas ordenes, hacia ayudas defensivas siempre que podía, y rellenaba espacios que otros vaciaban anárquicamente. Ponía orden en definitiva.

Para simplificar, a mi todos me llamaban España. Recuerdo un partido en día de lluvia contra unos irlandeses en el que defendíamos un 1-0 de manera agónica. Ganamos el partido y al terminar, el Indio Martínez —ex-jugador del C.D Marathón en la primera división hondureña, central excepcional, y mariscal del equipo— que era hombre de pocas palabras, se me acercó a darme la mano y me dijo «España, te lo comiste todo», en alusión a mi trabajo en el centro del campo. Es un piropo futbolístico que recordaré siempre. En realidad mis virtudes con el balón en los pies no daban para mayores halagos.

Nunca perdí el contacto con mis amigos hondureños. De vez en cuando hablo o cruzo un mensaje con Rufford Bennett —Quiebra para los amigos—. Fui a jugar un torneo a La Ceiba en Honduras donde coincidí con mi ídolo de la infancia, Roberto José “Macho” Figueroa. Algunos de ellos vinieron a Barcelona para jugar un partido, visitar el Camp Nou, y “tirarse” por las Ramblas y la Barceloneta, pasándola bien. Son muchos los raticos de fútbol que viví con estos hondureños, pero voy a relatar el último, que aconteció a mis 41 años, en New Jersey, en el verano del 2013.

Desde hace varios años, la comunidad hondureña en USA celebra un campeonato de fútbol de veteranos en el Labor day weekend, un fin de semana largo a primeros de septiembre. Cada año se juega en un lugar diferente y participan equipos de Los Ángeles, San Francisco, Miami, New Orleans, New Jersey y Boston. No es solo un torneo de fútbol, es una fecha señalada para viajar con la familia allá donde se juegue y saludar a paisanos y familiares que también emigraron en condiciones muy difíciles, y que ahora viven en otras ciudades americanas. Es un torneo para mayores de 34 años. Además hay un torneo paralelo para aquellos mayores de 50.

Aquel año, la asistencia a un congreso de trabajo en New York a finales de agosto me ponía a tiro la posibilidad de participar en el torneo. Dos meses antes comencé a mimar mi rodilla para que me diera una nueva chance de sentirme futbolista.

—Una vez más, bonita. Por favor —le hablaba en la intimidad, mientras le pasaba la mano acariciando los ligamentos externos.

A veces hasta la besaba. Despacio. Para que el castigado ligamento cruzado anterior sintiera mis labios.

Después del congreso viajé a Boston porque el miércoles por la noche había un partido de entrenamiento para preparar el campeonato del fin de semana. Roy me recogió en la parada de metro de Field Corner, y mientras me saludaba con la mano derecha ya me estaba regalando una camiseta con la izquierda. Conocedor de sus costumbres, viajé preparado desde España con camisetas para regalar. El partido era contra unos jamaicanos en un campo de South Boston de césped artificial. Yo lo recordaba de césped natural. Eché de menos el olor a hierba. Saludé a los viejos amigos y comenzamos a cambiarnos tirados en la banda. Se hizo un silencio antes de que Pajín dijera el equipo titular. Éramos muchos, más de once, pero los hondureños volvieron a ser generosos conmigo y me nombraron en el equipo titular. Había niebla y respiré olor a Reflex. Me acomodaba las botas y las calcetas una y otra vez. Meaba en los árboles. Escupía. Sentía la tensión de la responsabilidad de un partido serio, donde compañeros desde la banda me mirarían con lupa por haberles arrebatado su puesto. Allí estaba de nuevo, respirando fútbol. El partido fue bien. Jugué todo el partido. Ganamos 4-0 y yo con la sensación de haber cumplido. La rodilla aguantó. Los partidos de Fútbol 7 en Barcelona con mis amigos de Ecogen FC me sirvieron para aprender a controlar la intensidad y la potencia de ciertos movimientos que ponían en riesgo mi rodilla.

El viernes viajamos en autobús a New Jersey. También viajan niños, señoras y ancianos. Es un viaje familiar. Durante el trayecto me voy a la parte de atrás del bus donde se sientan Roy, el capitán Galindo —fue militar americano en Oriente Medio—, y la liebre Magliari. Bromean, cantan, recuerdan versos, y reparten cervezas y bocadillos. Una anciana se nos acerca y nos ofrece Gífiti. Un licor de raíces típico garífuna. La mayoría de la gente del bus tiene origen garífuna. Son negros y fuertes como rocas, descendientes de africanos que trabajaron esclavizados por los ingleses y que se asentaron en la costa atlántica de Honduras. Hablan inglés, español y garífuna.

            A los quince minutos de llegar al hotel ya corre el rumor de que hay un baile en un lugar cercano. La organización de New Jersey nos lleva en furgonetas a un local donde corren botellas de tequila y cervezas a ritmo de cumbia y salsa. Los jugadores le damos a la cervecita moderadamente. Algunos “directivos” y familiares beben como si no hubiera un mañana.

Es sábado y jugamos a las 16:40 contra San Francisco. Decido tomar un desayuno fuerte con huevos y beicon, para después mantenerme con fruta y algo ligero hasta la hora del partido. Llegamos sobre las 12 y el ambiente es muy festivo alrededor del campo. Hay puestos de comida y música a todo volumen. Mientras Miami juega contra New Orleans, unos chicos garífunas tocan percusión y cantan canciones con claro acento africano. Su baile se llama Punta. Se hace un corro y la gente lo rompe dejando unos dólares a los músicos a cambio de bailar en el centro. Camino de un corrillo a otro donde me presentan como rara avis.

—¿Tú conoces al español, primo?

—No.

—España, este es mi primo David.

—Un gusto, ¿todo bien?

—Sí, todo tranquilo.

—España, hay que ganar este campeonato —me dicen una y otra vez. Ya percibo la importancia que le daban al torneo. Según ellos, el equipo que gana se la pasa jodiendo por Facebook todo el año. Miami gana fácil a New Orleans, y una vez más es el favorito.

En las conversaciones se recuerdan tiempos pasados, y se hace censo de los que están y de los que no aparecieron este año. Otro tema habitual es el de la nueva pareja de baile en el Barcelona, Messi y Neymar. Unos dicen que Neymar aún no ha demostrado nada en Europa.

—No me jodás —dice otro. Messi tampoco se hizo futbolista en Sudamérica, donde te ponen la pata en la lengua —remarca.

            También se habla de la liga hondureña, y de un partido que Honduras tiene en los próximos días contra México.

—Nos van a bergear en el Azteca —comentan. Pero no fue así. Honduras consiguió una victoria histórica (0-1) para participar en el Mundial de Brasil.

Son las 15:15 y nos convocan bajo un árbol. Mientras Messi (así llaman a nuestro utillero, por su estatura que no por su fútbol) coloca las camisetas sobre la hierba del parque. Algún vacilón le pregunta a Messi el por qué de su mote.

—Porque soy enano. Soy chaparro —explica Messi zanjando así la posible elaboración de la burla. Un tipo rápido, que sabe defenderse.

            Después de unos breves discursos de Quiebra y Roy, Pajín se dispone a dar el equipo titular. Se hace un silencio en el equipo y en la nube de aficionados que nos rodea con curiosidad. A cada nombre de jugador que da Pajín le sigue un respetuoso aplauso de todo el corro. En la portería Buyo —mote que le viene del portero del Real Madrid—. Defensa: Marvin, Zambrano, Uga-Uga, y Mario. Centro del campo: Baba, Plátano, Chamba, y Julián (Pajín es de los pocos que me llama por mi nombre). Delanteros: Julio y Colita.

Según se acerca el inicio del partido me va subiendo la adrenalina. Pis-agua-estirar-escupir-pis-agua-estirar-escupir. Caliento por el campo de hierba artificial midiendo el agarre de la bota al césped, y el bote y el desplazamiento del balón.

    Comienza el partido y las bandas están llenas de espectadores. Unos 7 u 8 compañeros se quedan en el banquillo esperando su oportunidad de jugar. Siento la responsabilidad en la boca del estómago. Como siempre al principio de los partidos, las marcas son intensas. Nos aprietan arriba y no salimos de nuestro campo. Voy a tocar mi primer balón. Desde el centro me ofrezco a Uga-Uga que me lo da por abajo mientras varios chillan diciendo «¡cola!», avisándome de que llevo un contrario pegado a la espalda. Toco raso de primeras descargando sobre el lateral Mario, Guatemalteco, y este inicia una jugada que nos lleva a campo contrario. Zambrano me mira y me dice «Grande Papá». Entonces la presión del estómago desapareció y mi cabeza se relajó. No hay fútbol sin frescura en la cabeza, y que poca atención se le presta.

            El partido era muy físico y de poco control de balón. Mucha intensidad y pocas oportunidades. Sobre el minuto 30, a Julio le llega un balón botando y ve al portero adelantado. Desde casi el centro del campo prueba un globo que se mete en la portería. Un golazo. Por la expresión de su rostro parece poseído o con un brote psicótico. Se vuelve loco de alegría. Vamos todos a abrazarlo con intensidad. Algunos lo besan.

Después del partido reflexionaba sobre el por qué un Gol produce tanta alegría. Creo que alegra tantísimo porque supone la liberación del sufrimiento que los futbolistas tienen en el campo. Sufrimiento por el miedo al fracaso, por la falta de oxígeno en algunas jugadas, por los controles que no controlas, por el pase que se te va largo, por la fortaleza de los contrarios. Sí, un Gol da alegría porque te quita un peso de encima. Te saca de la agonía. Resucitas. Si los franceses llaman al orgasmo «la petite mort», al placer del gol le podríamos llamar «la petite résurrection». Ahora recuerdo unas declaraciones de Kiko Narváez en las que decía que envidiaba a jugadores que disfrutaban los partidos, como Ronaldinho, porque él sufría desde el minuto uno al noventa.

El gol nos dio tranquilidad a todos. Yo ya me iba arriba con algo más de alegría y empezaba a jugar más hacia adelante que no enviando la bola hacia atrás. En una contra, veo la oportunidad de esprintar 20 metros e incorporarme a la pomada. Bututa, que había sustituido a Colita lesionado, manda un centro no muy bien definido, pero un defensor toca la pelota y se queda muerta en el borde del área, justo por donde yo andaba. Lo controlo y me planto delante del portero. Mientras los buenos delanteros paran ese instante y analizan todo en medio segundo para definir en el otro medio, a mi el portero y la portería se me metieron en una nube desde donde me llegaban sonidos y mensajes confusos: plátano, solo, derecha, España, boom-boom —pidiendo el disparo—. Yo esa situación la tenía entrenada en la cabeza. Sabía que tenía que definir a un lado y rápido ya que siendo poco habilidoso acabaría perdiendo el balón si me adornaba. Así que cuando el portero aún estaba a media salida buscando el uno contra uno, disparé fuerte y cruzado a su lado derecho. GOLLLLLLL…puta, GOLLLLLLLL.

Y entonces floté en la misma nube que antes me difuminó la portería y el portero, recibiendo abrazos y palabras que me ponían los pelos de punta.

Ganamos 4-0, con dos goles más de Chamba, un salvadoreño bajito que era el crack del equipo. Hablamos de Mágico González, y le pregunté qué mierda tenía esa tierra para sacar esos jugadorazos como él y como el Mágico. Sonrió agradeciendo el cumplido y me dijo «No sé. Pero, ¿sabes que Mágico fue quien inventó el regate de “La Culebra”? ».

Después del partido me rehidraté con un par de Topoillos que vendía una señora Peruana. El Topoillo es un granizado de coco y canela que se tomaba en una bolsa de plástico. En uno de los corrillos comento que me sorprende que haya tanto público para ver los partidos. Uno de los compadres me responde.

—El hondureño es un religioso del fútbol. Si no juega, le gusta mirarlo. O si no lo mira, le gusta dejarse ver en el estadio.

Al día siguiente, domingo, jugamos a la una de la tarde. Quedamos a las 11:30 en la puerta del hotel, pero antes se montó un comando dirigido por Zambrano para ir a desayunar a un restaurante hondureño. Vamos en taxi y el restaurante parece estar bastante lejos.

—¿A cómo está la cuadra por aquí papi? Nos dijeron que quedaba a pocas cuadras y esto está muy largo papá —le dice Zambrano al taxista.

Finalmente llegamos al Restaurant Rinconcito Copaneco, un pequeño local con 4 o 5 mesas donde se escuchan y se huelen freidoras, planchas y fogones. La mayoría pide una sopa sustanciosa que lleva mondongo, yuca y maíz. Yo tomo un jugo sin gas y una baleada sencilla, que es una torta de maíz rellena fríjoles y queso por dentro. Se burlan de mi poco estómago, pero yo ya tengo la cabeza puesta en el partido del mediodía, y en que se nos está haciendo tarde para regresar. El taxista tarda en volver a recogernos, y después de nuestras quejas, agarra un atajito por el cual tarda como tres veces menos. ¿Por qué no tomó este camino a la ida, huevón? —le preguntamos. El taxista, un latino de pura cepa, nos dio una repuesta larga y detallada carente de sentido. Le absolvímos por la trabajosa elaboración de su entelequia.

En la furgoneta del equipo me siento al lado de un nuevo jugador que se unía hoy para echar una mano. Su nombre era Oscar Poponay Bernárdez. Se define como armador de contención. Hablando con él descubro que tuvo un pasado célebre ya que jugó en varios equipos de la Primera División hondureña. Me dijo que llegó a estar convocado con la selección y que una vez se los llevaron de retiro a correr por las montañas. Poponay me va tomando confianza y me dice que en su primer viaje con la selección hondureña a USA, él se quedó allí, en Miami, que estaba lleno de viejas bien lindas. Ahora habla con cierto remordimiento y pena. Se queja de que a él nadie le asesoró bien. Dice que para viejas y parrandas siempre hay tiempo, pero que jugar en la selección de tu país es algo al alcance de pocos. Un tren que pasa una vez en la vida.

—Yo me perdí. Así es, yo me perdí —se lamentaba Poponay.

—A mí me nombraron novato de la liga jugando en la Platense de Puerto Cortés —recordaba.

            Hago cálculos y Poponay debe estar cercano a los 50 años, pero mirando su piel y su musculatura concluyo que estos negros garífunas tienen un reloj biológico diferente.

Poponay menciona orgulloso la pareja que formó con el Chorompo Zúñiga en el C.D. Victoria de La Ceiba. Luis Alonso Chorompo Zúñiga es el máximo goleador de la historia del C.D. Victoria, con 39 goles en una temporada. Esta cifra la igualó hace poco el colombiano Andrés Mauricio Copete. Poponay me desvela el código con el que se comunicaba con el Chorompo.

—El Chorompo me hablaba con la cabeza. Cuello alto, dame en corto. Cuello bajo, balón largo. Yo di los pases de muchos de los goles que echó el Chorompo.

Messi ya tiene las camisetas sobre la hierba. Nos acercamos, agarramos un número, y nos cambiamos tirados en el suelo. De nuevo el corro, y de nuevo Pajín me coloca de titular. Jugamos contra Los Ángeles. Calentamos por el jardín anexo al campo. Roy se nos acerca y nos ofrece un caramelo de guayaba. No pregunta si queremos, directamente nos lo pone en la mano, por lo que asumo que ese azúcar con sabor a guayaba es de eficacia energética probada. Antes de comenzar el partido, y con el árbitro ya en el campo, Zambrano nos reúne a los once para hacer una oración. Nos abrazamos formando un corro mientras Zambrano hace peticiones a Dios. Plátano hace algún apunte en los pedidos al santísimo. Nos santiguamos y disolvemos el corro con gritos de ánimo.

            La primera parte la ganamos 1-0, gol de Joselino Bututa. El partido está más o menos controlado porque ellos no nos hacen daño, y en el subconsciente todos nos andamos guardando algo para la posible final de la tarde contra Miami. Yo no estoy muy fino. Estoy impreciso en algunos pases y me falta algo de fuelle. El cansancio y un golpe en el pecho del partido contra San Francisco comienzan a molestarme. Aun así, tenemos la sensación de que el 1-0 no peligra. Sin embargo, al principio de la segunda parte, Los Ángeles nos hace un gol en una falta que aparentemente no tenía peligro. La defensa decidió salir para provocar el fuera de juego y la estrategia no funcionó. Buyo se quedó abandonado para ser fusilado frente a tres jugadores de Los Ángeles.

Mucho calor, cansancio, 1-1, miedo a quedarnos sin final, y la esperanza de una petite résurrection. El banquillo se mueve, y a mí me sustituye Poponay. A Poponay pronto se le ven las hechuras de futbolista bragado, pero me sorprende verlo nervioso y acelerado. Entonces pienso que en el fútbol, casi cada partido, te examinas y te examinan. No importa lo que hayas hecho antes, ni los años que tengas, ni los ligamentos que te queden.

Llega el final del partido y tocan penaltis. Algún veterano del equipo se quita las botas alegando rozaduras. Otros no quieren ni mirar a Pajín por si les pide tirar un penalti. Se huele la falta de confianza. Fallamos cuatro de cinco. Los Ángeles metió dos. Estamos eliminados y nos quedamos sin la esperada final Boston-Miami.

La final la ganó Miami fácil. En el equipo de Miami distingo a uno de los compadres que desayunó con nosotros en el Rinconcito Copaneco. Me dicen que es Vinicio Chacal Ortega. Es hondureño de los claritos, pero tiene la corpulencia de los morenos. También jugó en primera división, en el Real España de San Pedro Sula, la ciudad que hoy en día es considerada la más peligrosa del mundo. Difícil de entender que esta gente tan amable y generosa tenga un país hecho pedazos por la violencia. Quizás el poder del dinero del narcotráfico que todo lo corrompe. Tal vez una escasa inversión en educación.

Nosotros estamos tristes por la eliminación, pero el ambiente del estadio y su entorno continúa alegre. Hay 3 o 4 camionetas que traen altavoces gigantes alrededor de las cuales se agrupa gente tomando cerveza. Una de las canciones más frecuentes es “El baile del gusano”. En una camioneta cercana se escucha otra canción con un estribillo que dice:

Los gallos y las mujeres son dos cosas igualitas,

unos me dan dinero y las otras me lo quitan.

 

No queda otra que saber perder y disfrutar de lo queda. Me siento, con una baleada en una mano y un “fresco” en la otra, a ver a los veteranos mayores de 50 años. Allí, en el equipo de Miami reconozco a La Palanca Mendoza, un jugador al que ya me enfrenté hace unos años en Boston y que me sorprendió por su elegancia para manejar y guardar el balón. José Enrique Duarte Palanca Mendoza fue campeón de liga con el C. D Vida de La Ceiba, equipo en el que jugó el Macho Figueroa. Mendoza, que es zurdo, trigueño, y corpulento, jugó con Honduras la fase clasificatoria para el mundial de España. En la selección era competencia de Gilberto, el exjugador de Elche y Valladolid, y se quedó fuera de la lista del mundial. Aun así, es un referente futbolístico en su país, y dicen que uno de los mejores volantes de la historia de Honduras.

Al capitán Galindo, que lo tengo al lado, le comento que me gustaría saludar a Mendoza al acabar el partido.

—Hombre, no se apure, eso se lo arreglo yo —me dice Galindo.

—Este escudo tiene un prestigio. Con esto aquí se va a todos lados —continúa Galindo señalándose el escudo del Boston Honduras.

Los aficionados que nos siguen también llevan nuestra camiseta de paseo con el escudo. Es como un marca. Una hermandad a la que se pertenece, con una reputación de buen comportamiento y de generosidad en los encuentros anuales. No soy yo de los que necesiten ser presentados, pero dejé a Galindo que hiciera de maestro de ceremonias para acercarme a Mendoza, presentarle mis respetos, y tomarme una foto con él.

La Palanca Mendoza es un tipo de sonrisa constante y amable con todo el mundo. Su personalidad me despertó la curiosidad. Ya de regreso en casa lo busco por internet y encuentro una entrevista en un periódico hondureño donde hay una sección que el periodista la titula «Doña Brenda lo puso quieto», comentando que su afición por las mujeres fue parada en seco por Brendita. Otra bloque de la entrevista se titula «Sin quejas es feliz». Y es que la Palanca Mendoza, que debe haber acumulado un buen puñado de “pequeñas muertes” y “pequeñas resurrecciones”, parece no descansar en la búsqueda de esos buenos momentos. Mendoza, que después de su partido sonreía tirado en la hierba tomándose una carne mechada y un cerveza fresca, es un libro abierto para uno de los temas centrales de la vida. Un libro que dice que la felicidad no está tanto en grandes gestas —como participar en el mundial que se perdió—, sino en una sucesión constante de buenos raticos.