TERREMOTO Y TSUNAMI EN LISBOA

Final Champions League 2014. Real Madrid vs Atlético de Madrid

 

A las 5:45 de la mañana del sábado 23 de mayo del 2014 salgo por la puerta de mi edificio. Desde su cabina iluminada, el guardia de seguridad me lanza una mirada interrogante que pregunta: ¿qué haces a estas horas con una camiseta del Atlético de Madrid y una mochila a la espalda?

La mirada-pregunta me acompaña hasta que al pasar a su lado me abre la ventanilla.

—Me voy a Lisboa —le respondo sin que me pregunte.

—Coño, ¿a ver la final?

—Sí —sonrío—. ¿Y tú de que equipo eres? ¿Culé?

—No, del Athletic de Bilbao.

—Qué bueno. ¿Sabías que al Atlético de Madrid lo fundaron unos estudiantes vascos que vivían en Madrid? El equipo tuvo varios nombres, pero lo de Atlético y lo de las rayas rojiblancas vienen de ahí.

—¡Anda! Pues no lo sabía. Ahora tengo más razones para querer que gane el Atlético, aunque con las ganas que tengo de que pierda el Madrid ya es suficiente —me dice riéndose de su ocurrencia.

—Adeu

—Agur

Me sorprendió encontrarme el avión medio vacío. Un pareja que viaja a mi lado me resuelve el misterio— Veníamos ocho del Barça, pensando que llegaríamos a la final. Nos sacamos los billetes con tiempo, pero solo hemos venido mi mujer y yo. El resto se quedó en casa.

Charlamos de fútbol y de ese aplauso del Camp Nou al Atlético de Madrid el fin de semana anterior, a pesar de haberle arrebatado la liga en el último partido del campeonato. Hablamos de la psicología en el deporte y de ese nosequé que les había metido Simeone en la cabeza a los jugadores haciendo un equipo muy difícil de batir.

De jugadores que hace nada eran normalitos, ha hecho un equipo campeón. ¡Deu n’hido! Si son casi los mismos que parecieron resucitar al eliminar al Albacete en copa hace un par de temporadas tú —decía el catalán.

Aterrizo en Lisboa, una ciudad más antigua que Roma por donde han pasado pueblos muy diversos dejando en el recuerdo batallas sangrientas, pero también sabiduría y tradiciones, en la desembocadura del Tajo y en las colinas que lo observan. Tomo el metro desde el aeropuerto hasta la estación de Santa Apolónia. Antes de cambiar de línea azul a roja en Săo Sebăstiao, una chica de treinta y tantos años se sienta a mi lado con la bufanda madridista. Había viajado de madrugada en bus desde Madrid, y comentaba que en su autobús iban fumando porros a pesar de las quejas del conductor y otros pasajeros.

—En estos partidos siempre hay unos cuantos descerebrados, da igual del equipo que sean, y en mi bus han caído media docena —lamentaba.

Ella regresa a Madrid después del partido, pero al menos tiene entrada y se encontrará con su hermano que viaja desde Galicia, lo cual justifica el viaje. Algo que suena a razonable.

No cae en la categoría de razonable el caso de mi compadre Chuti, otro enfermo de fútbol, que 48 horas antes de la final nos dice que viaja desde Murcia sin entrada en una caravana junto a otros cuatro que sí la tienen. Para colmo, él es del Barça.

Mi amigo Fran está de estancia en una universidad lisboeta para dar unas clases de psicología del deporte. Fran, da alojamiento a Chuti, pero a mí, además de una cama, me proporcionó una entrada gracias a sus contactos dentro del Benfica. ¡God bless you bro!

Desde la estación de Santa Apolónia busco, mochila a la espalda, el apartamento de Fran en la plaza de Săo Miguel del Barrio de la Alfama. La Alfama es un barrio encaramado a una colina, con calles estrechas y empinadas que desprenden el aroma de su pasado árabe. Paredes blancas, ropa tendida en los balcones, y conversaciones que se escapan por las ventanas.

alfama view

No llevo ni mapa ni GPS, así que tiro del método de toda la vida y pregunto a la gente. Uno me dice que para arriba, otro que para abajo, un comerciante que para un lado. Después de coronar dos veces La Alfama y volver al punto de partida, asumo mi derrota y llamo a Fran al móvil. Fran estaba con Chuti tomando un café a cien metros de mi llamada. Me acerco a mis colegas y nos fundimos en un abrazo tras unos bailes estáticos inclasificables, algo análogo al movimiento de trasero y cola de los perros cuando están contentos.

Pasamos por el apartamento y pronto salimos a dar la primera vuelta de reconocimiento. Les pido tomar un café lo primero, y Fran me regala una de esas frases que pueden durar una vida.

—Feo, te voy a decir una cosa que me dijo un portugués nada más pisar Lisboa: «en Portugal el café está bueno, las mujeres no».

Paseando por Lisboa, no pasaron muchos minutos hasta que comenzamos a rebatir ese dogma.

En la Praça do Comércio, que por un lado muere en las aguas del Tajo, hay casetas de los patrocinadores de la Champions y tiendas de merchandising. En el centro de la plaza, José I de Portugal hecho estatua ecuestre se siente como en casa rodeado de tanto español —en el siglo XVIII lo casaron con una borbona hija de Felipe V—.

En los alrededores comienzan a aparecer esos hinchas peculiares que dan color y ambiente, como un atlético con plumas de jefe indio o un madridista con una imagen de Juanito a tamaño real. Al paso de la imagen de Juan Gómez (Juanito) con un aura en la cabeza, algunos madridistas se levantan de sus asientos en las terrazas de los bares para cantarle.

Arriba…arriba, arriba…arriiiiba con ese balón,

que Juanito la prepara, que Juanito la prepara,

y Santillana mete Gol.

Además le cantan «Illa, illa, illa,… Juanito maravilla».

Paseamos hasta llegar a la Fan Zone del Real Madrid, situada en la Praça da Figueira. En lugar de una higuera, en la plaza nos encontramos a Juan I de Portugal y a su caballo petrificados, y unas pantallas gigantes a las faldas del castillo de San Jorge. Hay música disco, y de vez en cuando algún hincha sube al escenario, sobre el que se lee «A por la decima», para marcar las primeras notas de alguna canción madridista. Mientras tomamos una cerveza, Ronaldo número 7, embutido en una camiseta que le oprime la barriga, no quita ojo de otro madridista que corta jamón sobre una poyata donde también hay pan de hogaza y tomates. Desde los pies del cortador de jamón se eleva una torre de cajas de latas de cerveza que le llega hasta la cintura.

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Paseamos frente a la estación de Rossio, de donde salen manadas de futboleros. Por delante de la estación, una comitiva merengue desfila al frente de una muñeca hinchable vestida del Barcelona, con su camiseta de bandas rojas y amarillas.

Regresamos a la Alfama para comer. En un bar de cuatro mesas, nos atiende un señor sonriente y amable. Un par de personas comen solas acompañadas por las noticias de un televisor que tiene el volumen alto. Comemos unos bocadillos de carne, una ensalada y unas sardinas a la plancha. De postre unos pasteles de nata. La comida nos deja listos para una siesta reparadora, pero no contábamos con la vitalidad de los vecinos de la plaza de Săo Miguel que están colocando cosas en la calle para las fiestas del barrio, y se escuchan como si estuvieran sentados en la esquina de la cama. Así que siesta abortada. Tumbados escribimos algún WhatsApp y antes de volver a echarnos a la calle grabamos un vídeo para saludar a nuestro amigo Quino Bataplán*.

*A Quino le adjudicamos el mote de Bataplán una noche de fiesta en San Sebastián, tras caer eliminados en el campeonato de España universitario de fútbol. Tras unos tragos, Quino se fue a dormir al hotel junto a otro grupito. Sin embargo, una vez en la cama reflexionó sobre qué hago yo aquí a mi edad, y sin avisar a nadie salió de regreso a la discoteca. Al cierre de la discoteca Bataplán, frente a la playa de la concha ya iluminada por los primeros rayos de sol, lo vimos salir el último, en solitario, con las manos metidas en los bolsillos de su chaleco y con el guardia de seguridad dándole palmaditas en la espalda. Aquella noche nació una actitud ante la vida. Desde entonces todos los amigos del aquel equipo somos Bataplán.

 

—¿Bataplanes, nos vamos a la calle ya o qué? —preguntaba Chuti ansioso por seguir viviendo el ambiente pre-partido.

Fran es un merengue renegado, y se pone una camiseta del Benfica para la ocasión. Chuti es del Barça y lleva una bufanda de la final con los colores de ambos finalistas. Yo voy con la camiseta del Atlético. Los tres queremos que el Atlético gane esta final.

Son las 4 de la tarde y Lisboa está a reventar de atléticos y madridistas. El año pasado escribía que los aficionados del Chelsea tenían el estereotipo de piratas recién desembarcados después de meses en altamar. Con la injusticia que conlleva la generalización, me atrevería a decir que el aficionado estándar del Madrid parece recién salido de un cocktail de un club de golf. Flequillos repeinados o engominados, mocasines o bambas de marca, y los jerséis anudados al cuello suelen ir asociados a camisetas del Real Madrid. Alguien podrá sentirse molesto por no sentirse identificado con estos patrones pero, ese día, la diferencia de clases entre los dos equipos de la capital era algo evidente.

Nos metemos en el metro hasta la parada de Marqués de Pombal. Desde allí había que subir una cuesta por el parque de Eduardo VII durante unos 10 minutos para llegar a la Fan Zone colchonera.

nota: Hace un par de años en Colombia, el plena fiebre Falcao, alguien me preguntó por qué llamaban colchoneros a los del Atlético. No supe responderle. Ahora sé que es porque antiguamente los colchones se forraban con una tela a rayas rojas y blancas. Mi abuela María de Fuente Librilla tenía de esos. Eran de lana y al acostarte te hundías hasta el infinito. Mi padre me dice que si tenías un colchón de lana aun eras afortunado porque otros cochones estaban rellenos de paja, o de perfolla de panocha.

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Familias enteras bailan al ritmo de música de pachanga. Agarramos unas cervezas y caminamos entre la masa rojiblanca. Se ven camisetas de los héroes del doblete de 1996: Pantic, Simeone, Kiko, López, o Caminero. También veo algunas de Paolo Futre y me viene a la memoria un canario que mis padres tenían en el balcón de casa y que quedó bautizado como Futre. Un día Futre dejó de cantar después de que una mona tití de la vecina de la playa le diera un susto. No viene al caso, pero ahí lo dejo por si algún día conversas sobre la relación entre estrés traumático y fisiología animal.

Un jefe indio nos presta sus plumas para hacernos fotos. En la década de los 70, los atléticos llamaron vikingos a los madridistas porque tenían jugadores alemanes. Estos respondieron llamándolos indios por sus jugadores sudamericanos.

Sorprende ver a personas bastante mayores, hombres y mujeres, tan metidos en el botellón colchonero. De repente se detiene la música y un individuo agarra el micro para cantar el himno del Atlético, creado en 1972, que seguido por la multitud en lo alto del parque Eduardo VII emociona.

…porque luchan como hermanos, defendiendo su colores,

con un juego noble y sano, derrochando coraje y corazón.

Lalalá, lalalá, lalalaaaaaaa…Atleti, atleti, atletico de Madrid,

Jugando, ganando, peleas como el mejor.

Y por eso tu afición se estremece con pasión,

cuando quedas entre todos campeón…

Salimos del parque en dirección a la parada de Sao Sebastiao con la idea de ir en metro al estadio. De la boca del metro sale más gente que entra porque los trenes vienen llenos y no paran en la estación.

Caminamos como pollos sin cabeza buscando otra alternativa para llegar al estadio. Los taxis también van llenos. En una parada de bus vemos a cinco o seis personas a las que les intuimos indumentaria de la final y nos acercamos a preguntar.

 

—Sí, este bus pasa cerca del estadio, o al menos eso asegura este portugués que nos acompaña —dice un chico.

Dos minutos más tarde no cabía ni un alfiler en el bus. Casi todos los pasajeros son del Atlético. Dos paradas más adelante, se le hace hueco en el bus a un señor mayor que entra por la puerta trasera con pelo canoso, calva avanzada, gafas de pastas con amplios cristales, y trajeado con pantalones de tela y chaqueta de hilo. Sube, le observamos, y alguien da en el clavo con su canto.

Luis Aragonessss

Luis Aragonessss

El autobús entero le acompaña cantando con las manos alzadas y mirando al nuevo pasajero que sonríe descolocado.

Luis Aragonés, además de su carácter campechano, de su figura de abuelo entrañable que decidió desaparecer del planeta sin incomodar a nadie, de ser el entrenador que cambió la historia de la selección, y de ser quien marco aquel gol de falta en la final de Champions del 1974 contra el Bayer, tiene un dato objetivo que justifica todo el cariño de los atléticos: es el máximo goleador de la historia del club con 168 chicharros. Ahí queda eso.

En el bus no se paraba de cantar. Algunos cánticos son de tan mal gusto que no los voy a mencionar, quizás por educación y principios, quizás por aquellas remontadas históricas del Madrid de la quinta del buitre en Copa de Europa que me emocionaron durante algunos años.

Nos bajamos en la parada indicada por el muchacho portugués y nos metemos a un Telepizza a tomar unas cervezas, comer unos panecillos rellenos de bacón y queso, y prepararnos un ron-cola con el Brugal que Chuti llevaba camuflado. Desde nuestra mesa hablamos sobre la final con dos portugueses trajeados de la mesa de al lado. Frente a la caja registradora, un grupo de chicas y chicos atléticos intentan ponerse de acuerdo en que pizzas pedir. Detrás de ellos, un chico de color con zapatillas de marca mira embobado un panel tras el mostrador donde se indican los tipos de pizzas y los precios. Al rato el chico de color sale sin pedir nada, y segundos más tarde se escucha un grito angustioso en el local.

—El bolso, me han robado el bolso —dice una chica con la cara pálida.

—Mierda, ahí tenía las entradas —alerta mientras se le apaga la voz.

La chica rompe a llorar con las manos escondidas en sus cabellos. Todos apuntamos al chico de color como sospechoso. Los compañeros de la chica salen corriendo y le dan caza. No lleva el bolso, pero sí las dos entradas de la final. El bolso aparece en el cuarto de baño, aunque faltaban las tarjetas de crédito y 100 euros. Pero tienen las entradas y el grupo se abraza emocionado.

Llegamos al primer control donde había que enseñar la entrada para tener acceso a los alrededores del estadio, y ahí nos despedimos de Chuti con un abrazo.

—Quédate por aquí un rato por si suena la flauta, Bataplán.

Intentamos consolarle dejando una puerta abierta al milagro. Daba pena, pero él quería estar ahí, vivir el ambiente, oler la presa aunque no pudiera comérsela.

Nuestro lugar en el estadio, en un lateral junto a las cabinas de prensa, parece el sector de naciones unidas. Alrededor de nosotros había árabes, escandinavos con camisetas de equipos desconocidos, africanos o europeos trajeados. Un grupo interesante para tomarse un café, pero bastante frio para ver una final de Champion.

A nuestra izquierda, como a 30 metros, comienza la zona de los aficionados del Atleti. Observamos con envidia a aquellos metidos dentro del paisaje rojiblanco. Veo algunos asientos libres.

—¿Nos cambiamos de sitio, Bataplán?

—Ok, esperamos un poco para asegurarnos que los sitios que vemos se quedan vacíos.

De pronto Fran recibe una llamada de Chuti.

Saisco, ¡que estoy aquí dentro!

—¿Cómo?

—Que he conseguido una entrada.

Ponemos cara de emoticono con ojos saltones y reímos de alegría.

Fran y yo migramos hacia el fondo de los atléticos. Después de que gente con su entrada numerada nos levantara de dos o tres lugares, nos acomodamos en dos asientos que no reclamaba nadie. Chuti se nos unió en el descanso y acomodamos los tres culos en dos asientos.

 

Los caminos por los que la gente ha conseguido entradas para esta final son de lo más variopinto, pero lo de Chuti es realmente sorprendente. Mientras Chuti hacia unos bocadillos en la puerta de un supermercado cercano al estadio se le acercó un señor trajeado y de acento portugués que le dijo que por su cumpleaños le habían regalado una entrada, pero que no le gustaba el fútbol y la quería vender. Enseña su carnet de identidad para verificar su cumpleaños. La entrada marca 390 euros, y cuando Chuti dice que solo puede pagar 150 el tipo dice que sí. Para añadirle más misterio a la historia, en la entrada ponía que era concedida a la Federación albanesa de fútbol. La suerte siempre se arrima a quien la busca.

Minutos antes del comienzo del partido el estadio Da Luz ruge con dos sintonías distintas.

Vamos atleti vaaamos, vamos atleti alé.

Vamos atleti vaaamos, vamos atleti alé,

 

En el fondo de enfrente se escuchaba:

Como no te voy a querer, como no te voy a querer,

si eres campeón de Europa por novena vez.

 

Estos cánticos se veían interrumpidos de vez en cuando por la megafonía que imponía la voz de unos “animadores” o alguna canción de fondo. La UEFA se empeña en romper la pureza del canto acompasado de miles que nace solo, sin titiriteros que digan lo que se tiene que cantar. Eso me recuerda a la NBA donde en las pantallas gigantes indican cuando hay que aplaudir, o gritar defense. Lugares donde se intentan programar las emociones.

Los equipos salen formando dos filas al terreno de juego. Se escucha el himno de la Champions y en los fondos se despliegan dos tifos gigantes. Me viene a la cabeza la imagen de un tifo cubriendo un fondo del estadio de San Paolo, en Nápoles, que decía “Ti amo”. Una buena síntesis para expresar la pasión irracional por un equipo.

El tifo del Madrid dice «Hasta el final. Vamos Real». En el fondo Atlético se lee «Nuestra forma de vida».

¿Cómo es la forma de vivir de un atlético? Hace poco escuché a alguien que dijo que el aficionado del Madrid acudía al estadio a ver a su equipo ganar, y que, sin embargo, el del Atlético iba a ver qué pasaba y qué tal día tendrían los chavales.

El Madrid juega sin Xabi Alonso, sancionado por acumulación de tarjetas, y su ausencia se nota bastante, especialmente en este partido donde el Madrid lleva la iniciativa del juego. Su sustituto, Khedira, recién salido de una recuperación del ligamento cruzado anterior, evidencia que en lesiones importantes una cosa es la recuperación física y otra es la psicológica. Enterrar el temor de volver a lesionarte no es sencillo.

El Atlético juega con Diego Costa de inicio, pero a los 9 minutos pide el cambio. La grada lo encaja como una fatalidad atlética más. No sabemos de quién fue el error. En el entrenamiento del día anterior Costa hizo un sprint en línea recta y eso parecía darle el derecho a jugar la final. ¿Un salto al vacío del Cholo Simeone? ¿Un capricho de Costa? Lo cierto es que el Atlético se quedó con dos pulmones menos, y que al Atlético le faltó aire en la prórroga.

El partido tenía poco fútbol. El Madrid no carburaba bien por el centro, y el Atlético jugaba en la misma línea de toda la temporada, dando esa sensación de depredador imperturbable que deja que le incordien hasta que pega el zarpazo mortal. No tiene un estilo definido, es un popurrí que combina presión a la salida de balón, presión solo en las bandas, catenaccio, o de repente posesión y toque sobre todo con pases en la banda izquierda con Felipe Luis, Koke o Arda Turan (ausente de la final por lesión).

El zarpazo llegó en el minuto 38, y para eso se ayudó de un paso en falso de su presa. Casillas hizo una media salida a un balón colgado de cabeza al área. Casillas se lió. Que voy, que no, que me giro. Diego Godín, de espaldas, olió la incertidumbre y un arco vacío, y le ganó el salto a Khedira para meter el balón en la portería. Golllll, Gooooolll. La grada atlética saltaba cantando:

Jugadores, jugadores, hemos venido a ganar,

que se enteren los vikingos, quien manda en la capital.

En el descanso me quedo solo un ratito, y le pregunto por su pasado atlético a un abuelo que tenía dos asientos a mi izquierda y que llevaba un gorra del Atletí muy descolorida, con muchas tardes de domingo al sol.

—Soy socio del Atleti 48 años, hijo. He hecho socios del Atleti a mis hijos y a mis nietos. Este que tenías a tu lado es mi nieto. He estado en las finales de la UEFA. Pero Champions

Calla unos segundos y pierde la mirada en el lejano césped como echando cuentas.

Champions posiblemente yo ya no vea otra —dice terminando la frase—. Pero posiblemente vea al Atlético en tres estadios diferentes. Yo fui al metropolitano, y el año que viene toca La Peineta (actual Wanda) —apunta el viejito.

El abuelo me cuenta en orden cronológico cómo los miembros de su familia fueron haciéndose socios del Atleti. Un entramado de yernos, cuñados, consuegros, etcétera que es difícil de seguir. Como pasa el tiempo y veo que no me pregunta por mi pedigrí atlético, aprovecho uno de sus respiros para presentar mi credencial.

—Yo soy atlético por mi abuelo Julián y mi tío Pepe, que en paz descansen. Mi tío conocía a un jugador del Atlético, a Melo. ¿Lo recuerda usted?

—Sí claro, un defensa muy bueno.

—Pues mi tío se carteaba con él y se intercambiaban regalos. Melo y su esposa fueron a verlo a su casa en Murcia. Le dio un balón firmado por los jugadores de la plantilla, creo que del año 73. Jugaba ratón Ayala en aquél equipo. El balón firmado aún lo tengo.

El abuelo asiente sin mucho interés, y me retiro a mi asiento deseándole suerte. Una suerte que, esa tarde, también es la mía.

La segunda parte va devorando minutos sin que el Real Madrid tenga grandes oportunidades de gol. Llega, pero no mete miedo y esto lo aprovecha un personaje que teníamos en la fila de delante que cada vez que el Madrid termina un ataque, una falta o un córner sin consecuencias, se levanta y se gira para los lados con los brazos extendidos y temblorosos, ironizando sobre el miedo que tiene. Es un gesto que también se lo había visto a aficionados británicos. Como nos vio reírnos, el susodicho se giraba en cada oportunidad fallida del Madrid y nos dedicaba un temblorcito buscando nuestras risas.

La entrada de Isco y Marcelo en el minuto 60 mete al Atlético un poco más atrás. Minutos más tarde, el Cholo nota el acoso y decide gastar uno de los dos cambios.

Por banda derecha entra Sosa en lugar de Raúl García, pero parece que los partidos grandes le generan hipoxia al argentino, y no oxigena mucho a sus compañeros. David Villa saca de su repertorio varios recortes y regates que provocan faltas que dan aire al equipo, aunque están muy alejadas de la portería de Casillas. Villa tiene su nicho ecológico en el área, pero no le alcanza el motor para llegar a ella desde el centro del campo. Tiago y Koke hacen un trabajo brutal en el centro del campo, pero quien ese 24 de mayo se ganó mi admiración fue Gabi. Igual hacía una cobertura, que lideraba una presión, que recogía un balón y lo distribuía con la cabeza levantada, mandando y transmitiendo serenidad. Quizás un futbolista en el mejor momento de su carrera. Ni verde ni muy maduro. Al punto. Un regalo para su equipo.

La afición del Real Madrid cantaba «Sí se puede. Sí se puede». Esto causa la burla de algunos atléticos de mi zona que repiten el canto pero con voz de pito, regocijándose de ver a los todopoderosos madridistas cantando algo de equipo chico.

En el minuto 83 se lesiona Felipe Luis y, con la entrada de Alderweireld, Simeone se queda sin cambios. Quedaban siete minutos para la gloria, pero la sorpresa es que la gloria no fue para los rojiblancos, sino para una bestia de la naturaleza que se llama Sergio Ramos.

Era el minuto 92. El árbitro había dado cinco prolongación. Modric se dispone a sacar un córner. Muchos nos frotábamos la cara y nos despeinábamos murmurando para nuestros adentros: ¡No puede suceder!

Al personaje del temblorcito de la fila de abajo se le quedan los brazos tiesos. Ahora si hay miedo de verdad.

Modric saca el córner y Ramos corre unos metros elevándose a los cielos, dejando a Godín y Tiago en la tierra, para rematar de cabeza abajo y cruzado, provocando un estallido en el fondo contrario que se escucha lejano, llegando a nuestro oídos un par de segundos después del gol.

Tras el gol del empate, cuando saco la cabeza de entre mis manos encuentro a Casillas de rodillas abrazado a Marcelo, aliviado del peso de su fallo en el gol de Godín. Luego veo a Simeone corriendo hacia nuestra grada levantando los brazos pidiendo cánticos de aliento a sus chicos, pero la grada tarda en recuperarse del mazazo.

Como en el terremoto de Lisboa de 1775 que se llevó miles de vidas, el gol de Ramos no fue lo peor, sino el tsunami que vino después. La gran ola se tomó su tiempo. Llegó en la segunda parte de la prórroga. Di María por el flanco izquierdo sobrepasa hasta tres niveles de seguridad de la desgastada coraza atlética y se planta frente a Courtois, que hace una parada con el pie, pero el balón sale rechazado por delante de la cabeza del Galés de los cien millones que mete el 2-1 provocando otro estruendo en el fondo contrario.

 

 

 

Aún tuvo el Atlético una oportunidad para empatar, pero las energías cuando fallan, fallan tanto para defender como para definir. Marcelo hizo el 3-1 pasando por el centro de la defensa atlética ya hecha ruinas. El 4-1, en el minuto 120, lo hace Cristiano Ronaldo de penalti, y el muchacho de Madeira después de haber sido intrascendente en toda la final, celebra el gol sacándose la camiseta y marcando musculación.

Al final del partido los jugadores rojiblancos se acercan al fondo Atlético aplaudiendo y con miradas tristes. De repente la grada les responde con un inesperado «campeones, campeones, oé, oé, oé».

Al escucharlo, algunos jugadores con los brazos en jarras no aguantan la mirada a la afición y bajan la cabeza apenados.

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Los rostros de mis vecinos atléticos, salvo el de un chaval con una gorra gris que llora con la cara hundida en el pecho de su padre, son de una tristeza particular. La tristeza del que ya ha pasado por varias desgracias y asume el golpe como algo que va en la naturaleza de la vida. Una hostia más. No hay demasiado drama.

El estadio se va vaciando y nos quedamos sentados observando el panorama y comiéndonos los bocadillos que Chuti había preparado. Por el estadio se ven a bastantes aficionados no españoles, en su mayoría con la camiseta del Madrid, haciéndose fotos y selfis.

De vuelta al centro, paramos en un starbucks a reponernos en sus sillones con un café antes de subir las cuestas del barrio alto, la zona de bares fiesteros de la ciudad. Por uno de sus callejones, vemos a una muchedumbre agolpada a las puertas de un bar con una bandera cubana y un altavoz que a todo volumen propaga la canción ¡Hala Madrid!

¡Hala Madrid!, ¡Hala Madrid! Noble y bélico adalid, caballero del honor.

¡Hala Madrid!, ¡Hala Madrid! A triunfar en buena lid, defendiendo tu color

¡Hala Madrid!, ¡Hala Madrid!, ¡Hala Madriiiiiiiiid!

Tras un cerveza y un gin-tonic, nos encontramos como el Atlético en la prórroga, arrastrando los pies sin energía ni fe. Volvemos caminando a casa observando la fauna futbolística de la que formamos parte. Nos venimos arriba llegando a la Alfama y pegamos un arreón para otro gin-tonic, pero las persianas bajadas del bar nos derrotan definitivamente y nos retiramos a dormir en la plaza de San Miguel echando de menos la energía que se tiene a los veinte años.

A la noche siguiente, paseando por La Alfama, escuchamos Fados que viajan por los callejones envolviendo al barrio. Localizamos uno de esos focos en un restaurante cerca de la plaza de San Miguel. Nos quedamos en la calle apoyados en una pared escuchando la melodiosa voz que salía del local, al fresco, viendo la vida pasar formando parte del paisaje de la calle. Canta un señor mayor de piel morena, curtida y arrugada. Después canta la cocinera que sale de los fogones con su cofia. Embelesado por ese canto que no entiendo, pero que siento, descubro que en la puerta del local hay un azulejo que me recuerda que el efecto de la palabra de Simeone no hubiera servido de nada si no hubiera tenido a los jugadores adecuados.

En el azulejo se lee «E’ tão Fadista quem canta como quem sabe escutar».

 

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Resumen del partido: