«ENGLISH FOOTBALL» (por Luis González Roig)

1983

Esta historia sucedió en tiempos de ropas fluorescentes, peinados con mullet y fútbol sin tiki-taka. Era el verano de 1983 y el entorno, una bucólica villa de la costa sur de Inglaterra, muy cerca de Torquay, donde nació, creció y escribió una Agatha Christie a la que no costaba imaginar paseando sus meditaciones novelescas por el camino que bordeaba la playa pedregosa.

Sidmouth. Así se llamaba el pueblo. Así se llama aún. Y los recuerdos de aquel verano son tan nítidos que no tengo interés en averiguar si hoy es una masificada villa turística, como muchos otros lugares de la costa de Devon.

Sidmouth

Allí estaba pasando un verano en el que llegaba a mi mayoría de edad, durmiendo con una familia de acogida -bastante adicta a los six pack de cervezas grandes- y estudiando inglés durante el día en la Saint John’s School, un producto más del ansia de muchas familias de clase media de aquellos años sin internet, academias ni gentrificación guiri de que sus hijos aprendieran inglés por inmersión.

Saint John’s School

Allí estaba, decía, confraternizando con chicos y chicas de varias partes del mundo. El tiempo que no pasábamos en clase o explorando las relaciones inter-géneros (tengan en cuenta a efectos de contexto cosas como que los 17 años de entonces no eran los de ahora o que un chico sirio me ofreciera un rebaño de cabras -que no sé cómo hubiera mandado a Barcelona- a cambio de una chica madrileña con la que yo había estrechado amistad. Spoiler: dije que no.) lo pasábamos jugando a fútbol en el campo de hierba natural de la escuela. No existían los móviles, así que éramos muchos los que jugábamos.

Curiosamente, había muchos chicos que “la tocaban”. Y, aunque años después un entrenador de fútbol formativo me dijo que “en el patio del colegio todo el mundo es bueno”, los partidos entre nosotros eran divertidos, competitivos y a mí, que venía de jugar la temporada en un juvenil de Preferente que subimos a categoría nacional, los partidos no se me hacían nada aburridos. Y tampoco era un patio; aquello era todo un campo reglamentario y de hierba natural, cortesía del clima británico, superficie que muy pocos jugadores jóvenes experimentábamos en aquel entonces.

Saint John’s School

Resultó pues que se debía notar que no lo hacíamos mal y que el coordinador de esa escuela de verano, un inglés de mediana edad y de ascendencia hindú del que jamás he conseguido recordar el nombre, era un absoluto fanático del fútbol. Como suele suceder —todavía hoy— con la mayoría de señores ingleses de mediana edad.

Una mañana, al final de las clases, nos soltó algo que debió sonar muy parecido a esto:

— Me he enterado de que hay un equipo de chicos de Londres haciendo un stage aquí. Voy a intentar organizar un partido. Decidid quienes queréis jugar y lo preparamos.

Pues bueno, nosotros qué íbamos a decir. Tampoco piensas demasiado a esa edad y todo lo que fuera salir de la rutina escolar veraniega ya nos estaba bien. Recuerdo haber pensado que sería un equipo de un colegio como el nuestro, qué sé yo, y no darle más vueltas.

Total, que sin muchos conflictos elegimos los 13 o 14 jugadores, le dimos los nombres al coordinador y muy probablemente nos olvidamos del tema.

Hasta que un día apareció en clase y nos contó que le habían dado el sí (vaya usted a saber qué les debió explicar a los del otro equipo para que aceptaran) y que tal día a tal hora, no sería más de un par de días después, quería al equipo preparado para jugar en el campo del colegio.

No soy consciente de que el evento despertara una gran expectación interna, pero como suponía un parón en las clases y se jugaba en el campo de la escuela, ese día a esa hora estaban los terraplenes laterales llenos de alumnos y alumnas preparados para ver lo que fuera y, si se terciaba, jalear a los amigos, conocidos, ligues o compañeros de institución veraniega de idiomas.

Luis González Roig es el segundo por la derecha de la fila de arriba con la camiseta NB. El central suizo nos lo imaginamos 🙂

Jamás olvidaré la salida al campo. Entre nosotros había españoles, alemanes, italianos, suizos y creo que alguna nacionalidad más que he olvidado. Altos y bajos, rubios y morenos, cada uno con una camiseta traída de casa de un color diferente y pantalones de todas las formas posibles. Volviendo a contextualizar, no se usaban aún las zapatillas de deporte como calzado habitual y había un chaval de Lleida que ni se había traído, pensando que venía a estudiar, que jugaba en el patio con zapatos y que tuvo que pedir unas prestadas para el partido. Desde luego, lo que no calzábamos ninguno eran botas de fútbol. Para qué las íbamos a haber llevado.

Y decía que jamás olvidaré la llegada al campo porque al otro lado del mismo nos esperaba un equipo perfectamente uniformado, de pantalones azul oscuro y camiseta blanca, con unas pintas preocupantemente atléticas y, lo que era más sospechoso, calzados todos con botas de fútbol.

Reconocí la camiseta inmediatamente porque, aunque tampoco existía la televisión global de hoy, el año anterior había visto muchas veces repetido en el vídeo Betacam de mi abuelo el partido de ida de la semifinal de la Recopa 1981-1982 jugado en White Hart Lane en el que el Barça empató con un recordado gol de Olmo que se tragó el hasta aquel día mítico Ray Clemence.

Efectivamente, el coordinador nos había montado una pachanga contra un juvenil del Tottenham Hotspur.

Pero bien, como años después diría el Cansino Histórico (el moreno de Cruz y Raya, en el que probablemente haya sido su único personaje con un mínimo atisbo de gracia) debimos pensar que “si hay que ir se va, pero ir pa ná es tontería”. Así que nos pusimos a jugar.

Aquella gente corría mucho, de eso no me queda ninguna duda. Nosotros contábamos con un portero de nivel (algo muy importante en estas pachangas, creo recordar que jugaba en un buen equipo de Madrid), sin guantes pero de nivel, y una defensa apañada y contundente, con un chaval suizo alto que metía la pierna hasta en una trituradora de basuras. Del centro del campo no recuerdo a mis compañeros, pero sí la inesperada sensación de orden táctico y coberturas, así que todos debían saber lo que hacían. Y delante teníamos dos o tres jugadores de patio de colegio, sí, pero de los de echarles una liebre y que la adelantaran por la derecha.

Tal y como empezó el partido, arbitrado por el coordinador de la escuela, se notaba que aunque nosotros llevábamos semanas jugando en el colegio y nos conocíamos un poco, los del otro lado eran otra cosa. Confiados, arrancaron a medio gas, algo psicológicamente normal cuando juegas contra lo que aparenta ser una banda de desharrapados. Pero los minutos iban pasando y allí el resultado seguía cero a cero. Y los terraplenes animándose y empezando a gritar. Supongo que esperaban la misma masacre que nosotros y poco a poco le fueron cogiendo gusto al espectáculo.

En esas estábamos, sudando, defendiendo y sorprendidos de no ser absolutamente devastados, cuando, ante un pase profundo cruzado a uno de nuestros delanteros, al chaval -almeriense creo que era- no se le ocurre nada mejor que adelantarse en la arrancada a su lateral, mantenerle la ventaja en carrera y, llegando al área, enchufar un tiro raso al poste largo que entró sin que el portero pudiera hacer gran cosa.

Chillidos y sorpresa en las gradas. Léase terraplenes.

Saint John’s School Desharrapated 1 – Tottenham Hotspur 0

Nunca debimos habernos atrevido.

A partir de ese momento empezaron a jugar “en serio”, concepto que cualquier conocedor del fútbol inglés de los ochenta interpretará inmediatamente en toda su transparencia: recibimos más hostias que en la misa multitudinaria de puesta de largo de un nuevo Papa en la Plaza del Vaticano.

Yo jugaba de lo que hoy sería un medio centro adelantado, organizador. En un saque de nuestro portero, mantengo perfectamente grabada en mi memoria sensorial la secuencia de ver llegar la pelota alta, estar a punto de recibirla a la altura del centro del campo, pensar en bajarla con el pecho y abrirla a banda. Lo siguiente que recuerdo es ser atropellado por un vagón de metro o un toro de rodeo y estar en el suelo, varios metros más adelante, con la espalda y la nuca hechas un guiñapo.

Afortunadamente, aún era de biotipo flexible y no sufrí mayores daños, más allá de unos morados en el orgullo y algún arañazo en la moral. Me levanté en cuanto pude y, siendo como era de lengua larga -y así me fue en el fútbol con los entrenadores- me dirigí con cierta animosidad hacia el vagón de metro, una especie de armario rubio, con el número 6 y el brazalete de capitán. Tras mirarme sin inmutarse y escuchar sin entender mis recuerdos a su familia, una vez el árbitro me hubo apartado se dirigió a mí y pronunció tranquilamente dos únicas palabras mientras se encogía de hombros.

— English football…

Probablemente, ese podía haber sido mi primer contacto con lo que llaman la “proverbial flema británica”.

Pero no, resultó que no era así.

El partido siguió y antes del descanso nos empataron. Se me ha borrado cómo llegó el gol, aunque tengo la ligera bruma de que alguno de nuestros defensas pudo estar más afortunado.

Al descanso aquello había pasado de una pachanga a algo un poco más comprometido, aunque nosotros más que preparar una estrategia para el segundo tiempo nos fuimos a los terraplenes a confraternizar y a asegurarnos de si todas aquellas chicas de exóticas procedencias estaban viendo lo espabilados que éramos. Dieciséis o diecisiete años teníamos, sabrán disculparnos retroactivamente.

En su segunda parte, el partido seguía con la misma dinámica de igualdad dominada por el equipo inglés. Nosotros aguantábamos como podíamos, en parte gracias a la energía y la inconsciencia de la edad y en parte impelidos por los ánimos del público y por los piques que se iban sucediendo en diversas zonas del campo.

“English football”, recuerden.

Como persona, puedo haber madurado algo a lo largo de los años, pero a esa edad en el campo era de los de ni olvido ni perdón. Y aunque mi perfil era creativo, no negaré que me gustara repartir de manera sutil si alguien se lo ganaba. Y en esas que mediada la segunda parte le abren una bola al capitán inglés hacia la banda en la que estaba el público. Un pase raso dividido. Una bola a la que yo salí al cruce. A la que yo llegaba una fracción de segundo tarde. Delante de toda la gente. ¿Qué iba a hacer? Si es que no podía negarme. Así que al confirmar que llegaba justito (léase tarde), coordiné la velocidad y cuando el jugador tocó la pelota en carrera para adelantarla a mi tackle y saltarme por encima, yo decidí hacer la entrada un poquito más alta y tardía de lo necesario, para engancharle el pie de atrás en el aire. Sin ánimo punitivo, por supuesto. Pero su vuelo, caída y posteriores rodamientos por el césped fueron espectaculares.

Se levantó inmediatamente y vino corriendo hacia mí, muy airado, con expresión alocada. El inglés coloquial aún lo entendía con dificultades, pero creo que no me estaba hablando sobre las marcas de té más populares en el país. Cuando lo calmaron entre sus compañeros y el público, yo le miré tranquilamente y le dije:

— English football.

No se lo tomó deportivamente. Al parecer, el concepto debe ser un poco chovinista y solo se aplicaba cuando el jugador era inglés.

Como es lógico, me pasé el resto del partido desplazándome estratégicamente a cubrir huecos por las zonas del campo más alejadas de su posición.

Pero estaba escrito que tenía que ser una mañana para el recuerdo. El partido no se había acabado.

Cuando ya languidecía futbolísticamente con el empate a uno y el árbitro estaba a punto de mandarnos a todos a casa (o a la mierda) por la que se estaba liando, llegó un córner a nuestro favor y con él una de esas imágenes que sabes que mantendrás indeleble en la cabeza hasta el día en que te vayas.

Sacamos de esquina desde la derecha, con rosca hacia fuera, a media altura y en dirección entre el primer palo y el punto de penalti. Vi venir la bola como colocada a precisión, arranqué desde el borde del área y me tiré en plancha a rematar de cabeza. Cuando ya estaba en el aire un defensa rozó la bola estirando la pierna y desviándola ligeramente hacia adelante. Una pelota que me iba a la cabeza se me quedó atrás, a la altura de los pies, sin perder altura ni velocidad. Pero yo ya estaba volando. Así que en una de esas reacciones instintivas que nunca puedes explicar (ni desgraciadamente repetir), esas acciones que parecen transcurrir a cámara lenta, se me ocurrió levantar y recoger los pies, como en el (posterior) escorpión de René Higuita, a ver si tocaba la bola. Y la toqué con el talón de mi pie derecho con tanta fortuna que salió directa al palo corto y entró sin que el portero ni se moviera.

Saint John’s School Desharrapated 2 – Tottenham Hotspur 1

Albricias, alborozos, unos cuantos empujones e intercambio de opiniones añadidos entre ambos equipos y final del partido.

O no.

Daba la casualidad de que aquella tarde-noche había un baile en un local social del pueblo. Allí fuimos unos cuantos de la escuela, los que teníamos edad o parecíamos tenerla de entrar en un local donde servían cervezas.

Era un pueblo pequeño.

Lo primero que noté fue que la canción que estaba sonando era “Tainted love”, de Soft Cell. Lo segundo es que el rubio grande de la barra con la pinta de cerveza y los que estaban con él me sonaban mucho.

Hicimos un amago de entrar y bailar un poco, pero las miradas hostiles y una extraña percepción anticipada de lo que puede llegar a ser un inglés que ha bebido en exceso nos aconsejaron retirarnos a un parque y hacer lo que ahora llaman botellón pero sin alcohol. Sentarnos a hablar por la noche.

No conocíamos el concepto rugbístico del “tercer tiempo”, pero no peco de desconfiado si opino que no hubiéramos brindado y cantado juntos por la amistad y por el partido. Pero eso nunca se sabrá.

Casi cuarenta años más tarde el fútbol inglés ya no es así, al menos en sus dos principales categorías, y aquel partido sigue siendo el único motivo por el que lamento que en 1983 no existieran móviles con cámara; no saber nunca si llegué a enfrentarme a Vinny Samways o a alguien que luego hiciera carrera profesional.

Después de aquel curso veraniego de inglés jamás volví a ver o saber nada de mis compañeros de equipo, pero forman parte de uno de mis mejores recuerdos futbolísticos: el día que ganamos a los Spurs. Sin botas.

Luis González Roig

Twitter: @ApuntabaManeras (Gone)

Nota: no he pretendido que el escenario sonara descontextualizado o machista, pero el fútbol femenino en 1983 era un oxímoron. No recuerdo a ninguna chica allí intentando o pidiendo jugar, pese a haber bastantes que hacían deporte a buen nivel (entre ellas una alemana que me pegó un repasito fino en badminton que tampoco he olvidado; nunca debí pensar, lerdo de mí, que el badminton era “eso de la pajarita que se juega en la playa”). Seguramente, hoy hubiéramos jugado partidos mixtos, en esa escuela.