El día que Maradona NO jugó en La Condomina

En 1983 tenía once años, pecas, y una cabeza llena de ilusiones. Una de ellas era ver a Maradona jugar contra el Real Murcia en La Condomina, a apenas doscientos metros de mi casa. En aquellos años, la vida se podía medir en bloques de quinces días que pasaban entre dos partidos de liga como local, en domingo y casi siempre a las cinco de la tarde. La rigurosidad de la cita era tal que cuando coincidía con toros en la otra Condomina, la plaza de toros situada junto al estadio, se causaba un estrés a los murcianistas taurinos, que corrían de un recinto a otro intentando estar en misa y repicando.

Las Condominas

La vida en paquetes de quince días ayudaba a ubicar lo excepcional. Un cumpleaños, la visita a casa de un amigo, un partido a la salida del colegio, un buen partido televisado. De esa manera, los niños ochenteros azucarábamos la rutina con eventos dulces que, como mojones de piedras que guían durante una travesía, nos llevaban felices de una semana a otra, de un mes a otro, de un año a otro. Un mojón inamovible era el partido televisado del sábado por la noche. Como el de aquel sábado 24 de septiembre de 1983. La noche que Goicoechea rompió el tobillo a Maradona, dejándolo lesionado por cuatro meses.

Ese sábado de septiembre comenzó como un sábado cualquiera. Por la mañana, la familia nos marchamos de fin de semana a Fuente Librilla, el pueblo de mi padre, en un Seat 124. Probablemente, con las curvas y el humo de los cigarrillos ducados de mi padre, vomitaría la leche del desayuno antes de llegar a Barqueros. Ya en la casa del pueblo, jugaría con mi hermano en el patio, con una pelota de plástico duro, hasta la hora de comer. Comeríamos migas de harina con ajos tiernos, pimientos, boquerones y embutido. Dada la época, es posible que también las acompañáramos con higos o con uva. Después de comer, cuando la bajada de las persianas anunciaba el inicio del periodo de siesta, mi hermano y yo estaríamos asomándonos a la puerta de la casa a cada rato para ver cuando empezaban a aparecer lo zagales por la pista de futbito del colegio. Allí, sin tiempo a digerir la comida, jugaríamos haciendo los equipos necesarios para que todos, mayores y pequeños, jugaran. Al gol o a los diez minutos, un equipo se iba fuera y esperaba su turno sentado en una linde de tierra, dándole la espalda a almendros, olivos y albardines. Con el sol anunciando su retirada, iríamos a casa a ducharnos y a ponernos pijama, batín y zapatillas de felpa, para cenar mientras veíamos el partido de fútbol televisado. Sería un día feliz. Creo que nada me hacía más feliz que jugar al fútbol. Además, dentro de una semana iba a ver a Maradona. Pero esa ilusión, del tamaño de un castillo, se derrumbó violentamente en el momento que vi a Maradona salir del campo en camilla.

La sucesión de hechos que llevaron a la lesión de Maradona fue la siguiente. Dos años antes, el 13 de diciembre de 1981, Goicoechea lesionó a Bernd Schuster rompiéndole ligamentos de la rodilla y el alemán se perdió el resto de la temporada. Goicoechea no ayudó a suavizar el asunto declarando que lo de Schuster “no fue nada”, cuando en realidad le entró a destiempo y con el ímpetu desbocado del que sale por la puerta de un toril. Llegó aquel Barça-Athletic de septiembre de 1983, festivo en Barcelona por ser el día de La Mercè, y el partido empezó a calentarse cuando Victor, el centrocampista azulgrana, recibió una fuerte entrada. Migueli, central del Barcelona, y apodado Tarzan por su corpulencia, se cobró rápido la ofensa haciendo una falta fea que no recibió amonestación. Schuster, aprovechando que el caldo estaba hecho, echo los fideos dándole una tarascada a Goicoechea que el Camp Nou celebró coreando su nombre. ¡Schuster! ¡Schuster! ¡Schuster!

Con la sopa ya lista para servir, Maradona escucha que Goicoechea dice—Yo voy a matar a este—.

A Goiko no se le había aplicado ni mucho menos la ley del Talión, en este caso algo así como “ligamento por ligamento”, pero aun así estaba lleno de ira. Maradona intentó calmarlo y, según cuenta en el libro Yo soy el Diego de la gente, le dice ―Tranquilo Goiko, serenate que van perdiendo y por ahí te ganás una amarilla al pedo―. Igual a Goiko lo del pedo no acabó de gustarle, o quizás a esa frase Maradona le añadió algo como boludo, o qué sé yo. El caso es que a la siguiente jugada Goiko, que era defensa central, salió de su entorno natural, cruzo a campo contrario, y allí, a más de sesenta metros de su portería, atacó a Maradona por la espalda quebrándole el tobillo. Para colmo de males, fue el tobillo izquierdo.

―Escuché un sonido como cuando partes la madera de una caja de manzanas―, dijo el Diego. Goiko solo recibió tarjeta amarilla. A posteriori, y confirmada la gravedad de la lesión de Maradona, el comité de competición le sancionó con 18 partidos, que luego quedaron en diez, y más tarde en seis. A unos les parecía poco y otros les parecía mucho. En mitad de un debate de farándula, sobresalió la opinión de Arteche, central del Atlético que, en un gremial gesto de apoyo a los leñeros, declaró—van a hacer un fútbol de madres—.

Cuando se derriba una ilusión, se barren los cascotes y se construye otra. Ganar ese partido contra el Barcelona seguía siendo maravilloso. La última vez que el Murcia ganó al Barcelona ocurrió en 1950. Venció 3-2 en La Condomina. En aquella temporada 83-84, el Real Murcia llegó a ser líder de Primera División en la segunda jornada. El primer partido ganó 3-1 a la Real Sociedad, y el segundo 1-3 al Cádiz en el Carranza. Recibíamos al Barcelona en la jornada cinco, y aún estábamos imbatidos. Los que sí perdieron toda ilusión por la ausencia de Maradona fueron los buscavidas que compraron entradas para revenderlas a mayor precio. Para colmo, hubo un intento de vender entradas falsificadas que terminó de desanimar la compra de entradas en la calle. En los años 80, la reventa era una práctica que se veía con normalidad, como fumar en aviones o en supermercados.

No estaría Maradona, pero aquel domingo jugaba el Macho Figueroa contra el Barça. En la temporada anterior, la 1982-83, el Real Murcia fue campeón de Segunda División con el Macho Figueroa y Horacio Abel Moyano en la delantera. Entre los dos marcaron 25 goles. Figueroa fue el ídolo de mi infancia. Además de ser el delantero goleador de mi equipo, tenía su puntito de superpoder. Le pegaba al balón con una potencia que arrancaba las risas del público por lo inverosímil. Recuerdo un penalti en la portería del Sector A que no se vio por donde entró la pelota, arrancando las carcajadas de la afición. Años más tarde lo conocí personalmente en un torneo de fútbol en La Ceiba (Honduras). Allí me enteré de que a Figueroa de pequeño le llamaban pata de burro, una manera algo burda de reconocerle su superpoder.

A Figueroa lo fichó el Murcia en el Mundial 82, el mismo caladero donde el Barcelona pescó a Maradona y el Cádiz a Mágico González. A Mágico lo vi en la Condomina la temporada anterior, en Segunda. El Cádiz ganó 0-1 con gol de Mágico. Al año siguiente, ya en Primera división, Mágico viajó a Murcia pero no jugó.

Lo cierto es que en el viaje vomité varias veces y me encuentro muy flojo de las piernas― declaró Mágico a la prensa local.

Sin embargo, la teoría circulante era que su entrenador lo había castigado porque Mágico vivía más de noche que de día. Así que en aquella temporada 83-84, la mejor de la historia del Real Murcia, nos quedamos sin ver en La Condomina a dos de los más grandes. Ni Mágico ni Maradona. Dos jugadores inimitables. Irrepetibles.

Aquella tarde del domingo dos de octubre de 1983, a pesar de la ausencia de Maradona, el estadio estaba lleno una hora antes del partido. Madrugaron “los socios de pareta”, que accedían el estadio como hombres araña trepando por la pared de la grada lateral. Uno de los entretenimientos en las previas de los partidos era mirar como se colaban en el estadio mientras los acomodadores intentaban evitarlo. En esa grada lateral, las banderas de los equipos ondeaban en el orden que tenían en la clasificación. Aquel día, la del Real Murcia estaba la cuarta y la del Barcelona la segunda.

En La Condomina, mi familia (madre, padre, hermano, padrino, y abuelo hasta que falleció) se sentaba en el Sector A, uno de los fondos del estadio. Estábamos hacia el lado derecho la grada, mirando al campo, junto a una valla que nos separaba de la grada infantil. Más hacia la derecha, comenzaba la grada preferente o tribuna, la única que tenía asientos de plástico. El resto, nos sentábamos sobre asientos de piedra que te dejaban el culo helado en invierno. Para combatir esto, la gente se sentaba sobre periódicos, que aprovechamos para leer en el descanso, o sobre colchonetas hinchables. También se alquilaban unas almohadillas rojas que había que dejar en el estadio al final del partido. Los encargados de recogerlas tuvieron su momento Eureka el día que el público, indignado con el árbitro, lanzó todas las almohadillas al césped para interrumpir el juego. Desde entonces, los recogedores pedían a la gente que tiraran las almohadillas al campo al final del partido para facilitarles la recogida y así marcharse antes a casa. Esto en un buen ejemplo de como funcionaba el I+D en el sur, estando atentos a la serendipia.

Solíamos llegar un buen rato antes del comienzo del partido. Al solecico, se conversaba con los vecinos de graderío mientras que por megafonía no dejaban de escucharse anuncios publicitarios.

—Extintores Sesisa. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Que hubo fuego y Sesisa lo apagó.

—Piensos Ortín rinden más.

—Si se le amontonan las letras, Ópticas San Pedro.

Mi padrino José Madrigal, que era profesor de EGB, siempre iba al fútbol de traje y corbata. Se sentaba junto a la valla lateral porque se ponía muy nervioso y prefería ver el partido de pie, arrinconado y sin tapar a nadie. Allí blasfemaba a su manera, suave, como corresponde a un maestro de escuela. ¡Me cago en la leche!—era su taco preferido. Los domingos que no había fútbol en la Condomina los pasaba en el salón de su casa escuchando los goles de la jornada por la radio y anotando los resultados con una caligrafía exquisita. Cuando terminaban los partidos, corregía con tinta azul la clasificación del periódico. Tanto le apasionaba el fútbol que en una excursión del colegio nos llevó a los alumnos a visitar La Condomina. Allí, después de ver los vestuarios, dimos una vuelta al campo en fila de uno. Siguiendo la línea de cal, olíamos la hierba por primera vez y sentíamos emoción al pasar junto a las porterías, que eran los altares de ese templo.

Juan José Pérez Pérez, compañero del colegio, relata en Recuerdos granas la excursión a La Condomina con don José Madrigal.

Delante de nosotros se sentaba don Dionisio, que creo que era mancebo de farmacia en Espinardo y practicante (así se les llamaba a los que ponían inyecciones). Dionisio era de los que al levantarse por alguna jugaba peligrosa, se giraba y comentaba la acción con los vecinos antes de que lo mandarán a sentar con un ¡Siéntese pijo! que venía desde las filas de atrás. También en traje de chaqueta y encorbatado, Dionisio se fumaba un puro como un calabacín de largo que a mi madre le ponía muy nerviosa. En la fila de atrás estaba don Antonio Ferrer, vecino de la playa, y amigo de la familia. Antonio era profesor de EGB, y por eso era don. Había oficios que iban acompañados del título de don, y el de maestro de escuela era uno de ellos. Con Antonio Ferrer venía alguien más de San Javier. Les gustaba traer merienda suculenta, acompañada por bolsas enteras de habas tiernas que compartían. Las meriendas en las gradas a veces se iban de las manos y aquello parecía más una romería que un partido de fútbol. Cuernos de nata, costillas de cabello de ángel, pasteles de carne, salchicha seca con pan a pellizcos. También se bebía el vino en bota. En una noche de Copa del Rey llegué a ver a alguien cortando jamón con su jamonero y todo.

Unas filas más abajo se sentaba Jordi, un chaval de mi edad que llegó a ser portero del equipo de fútbol sala de El Pozo. Su padre iba al estadio con las zapatillas de felpa, de las de estar por casa. Unas filas más atrás, comenzaba la grada metálica, que era una extensión de la grada de cemento. Desde allí, donde se sentaban algunos socios de pareta que habían subido por los andamios como monos tití, salían blasfemias canallas que hacían reír al público de filas más abajo. Mientras mi madre condenaba lo escuchado negando con la cabeza, a mí me gustaba girarme para curiosear al autor de la perla verbal. Y este era el ecosistema del Sector A. Un ecosistema lleno de vida para un niño de once años que comienza a tener interés en entenderla.

Desde la grada preferente se escuchó un rumor que anticipaba la salida de los jugadores al campo. Se elevaron los niveles de adrenalina ante la salida inminente de nuestro equipo. ¡Murcia! ¡Murcia! ¡Murcia! Retumbaba el estadio para recibir a los jugadores. Entonces, sucedió algo inesperado. Alguien sacó la camiseta de Maradona y, con el dorsal 10 hacia arriba, la extendió sobre el césped. Me emocioné. No estaba Maradona, pero en cierto modo sí. Estaba su camiseta. También colocaron sus botas sobre el césped. Me puse en pie y comencé a aplaudir, pero mi aplauso se perdió en una inmensa pitada a la camiseta de Maradona. Yo no entendía nada. ¿Por qué le pitan? Dionisio, padre de Jordi, señor de las habas, socios de pareta, ¿qué nos ha hecho el Diego? ¿Qué nos hizo? —me preguntaba.

Si Maradona era lo más grande que nunca habíamos visto sobre un campo. Si jugaba a una velocidad imposible. Si veía pases que nadie imaginaba. Si marcaba goles de fantasía. Desaprobando esos silbidos, continúe en pie aplaudiendo a la camiseta de Maradona hasta que se la llevaron. Aquel día aprendí que aquellos que un día disparan contigo en una trinchera, pueden aparecer al día siguiente en la contraría. Con once años, la vida comenzaba a presentarse como una guerra de larga duración en la que, según la batalla, habría que buscar aliados a un lado o al otro.

Maradona falleció hace pocos meses. El 25 de noviembre de 2020. Al igual que ocurrió aquella tarde de domingo en La Condomina, el público ha reaccionado a su no presencia aplaudiéndole o silbándole. Ahora sabemos muchos más detalles de la vida de Maradona fuera de la cancha, de sus adicciones, de la caricatura en la que se convirtió en sus últimos años de vida. De todo lo que se habló de él tras su muerte, me quedo con lo que le escuché a Jorge Valdano. Valdano, campeón del mundo como Maradona, pero ejemplar fuera del terreno de juego, representa el contrapunto a Maradona. A Valdano, que el día de su muerte tenía que retransmitir un partido por televisión, le preguntaron por Maradona y se echó a llorar. Con la voz entrecortada, dijo que los recuerdos que rememoraba del Diego le producían una sonrisa. Y entonces me encontré junto a Valdano en la trinchera, en la batalla del respeto al Diego de la cancha, al Diego del diez a la espalda, al que nos hizo sonreír gambeteando ingleses en el Azteca. Otros, enfrente, podrán disparar a Maradona, pero no a quien le aplaude o a quien le llora. Eso no les pertenece.

@raticosdefutbol

PD: El partido termino 0-0. El Barcelona tuvo la posesión y el Real Murcia las oportunidades más claras. El Real Murcia continuaba imbatido.

Gracias a Javier Marquez, Salvador Romani, Andrés Martínez, Joaquín Cerón y Maruja Madrigal por compartir recuerdos, datos y documentación.

DOCUMENTACIÓN

Valdano tras la muerte de Maradona:

Resumen del partido

Real Murcia de los 80