EL DERBI DEL ASTILLERO

 Guayaquil, Mayo de 2011. Emelec 1 Barcelona 1

Es jueves por la noche y el sábado vuelo a Ecuador. En mi camino a Las Galápagos hago una parada de dos días en Guayaquil y busco por internet si hay algún partido de fútbol ese fin de semana en la ciudad. ¡Bingo! El domingo se enfrentan los dos equipos de Guayaquil, el Emelec y el Barcelona (Barcelona Sporting Club). A la llegada a Guayaquil interrogo al taxista que me lleva desde el Aeropuerto José Joaquín de Olmedo hasta el Hostal Manso, situado frente al malecón del rio Guayas.

—No vaya usted a ese partido, que seguro que hay “relajo” —me advierte el taxista.

En ese punto ya me podía imaginar que “relajo” no consistía en 20.000 ecuatorianos, unos de azul y otros de amarillo, practicando Tai Chi. Sin embargo, me inquietaba saber el significado certero del término y no había mejor manera de descubrirlo que asistiendo al día siguiente al Estadio George Capwell, feudo del histórico Emelec, equipo fundado en 1929 por el americano que da nombre al estadio y propiedad de la EMpresa ELECtrica Ecuatoriana —en México existe un paralelismo con el Necaxa, equipo del DF también propiedad de una compañía eléctrica y fundado por un inglés en 1923—. Por otro lado, detrás de la fundación del Barcelona Sporting Club, en 1925, están unos señores catalanes que dejaron los colores de la señera en el escudo del equipo. A los seguidores de Emelec los llaman “los millonarios”, nombre no muy desacertado teniendo en cuenta el origen yanqui del equipo. A los del Barcelona les llaman “los toreros” y en esto sí que han patinado ya que en Cataluña ya solo se pueden torear turistas borrachos por las ramblas.

El domingo por la mañana paseo por el malecón del Guayas donde camisetas azules (Emelec) y amarillas (Barcelona) pasean y conviven relajadas, que no con “relajo”. Se veían parejas cogidas de la mano, cada uno con la camiseta de uno de los dos equipos. Había grupos de amigos sonriendo, unos de amarillo y otros de azul. Así que la rivalidad no parecía tan fiera como la pintaban, al menos por el malecón. Mi percepción cambió cuando pasó un bus con gente sacando medio cuerpo por la ventana, vestidos de amarillo, cantando al son que marcaban unos tambores. Desde el paseo, unos les aplaudían pero otros les lanzaron unos objetos volantes no identificados, aunque alguna zapatilla me pareció ver.

Al amparo de una sombra observo las corrientes del rio Guayas. Una desciende enviando agua dulce y plantas acuáticas al Pacífico, y otra asciende acercando agua salada desde el golfo de Guayaquil. Con el sosiego que proporciona la soledad y la sombra que me ofrecía un ficus, reflexiono sobre la rivalidad en los derbis. Es curiosa la facilidad del ser humano para generar odio hacia lo más desconocido y lejano, pero también hacia lo más conocido y próximo.

El partido comienza a las 5:30 de la tarde. Me recomiendan llegar al estadio unas cuatro horas antes si quiero encontrar entradas. Como el estadio está en un barrio alejado del centro, me sugieren que use un taxi para adentrarme en territorio comanche. Desde que llegas a Guayaquil todos te hablan de la inseguridad en las calles. Quizás estén un poco paranoicos pero no hay que ser un lince para darse cuenta de que el ambiente está pesado en algunas calles. Busco mis peores ropas en la mochila. Me pongo unos shorts desgastados que tienen un roto en forma de siete, y una camiseta con el cuello que parece roído por ratones. Meto una cámara pequeña en el bolsillo del pantalón y me miro al espejo para ver si puedo pasar inadvertido o si llevo un cartel colgado al cuello que dice «Gringo despistado susceptible de ser robado». Al llegar al estadio, le pido al taxista que me baje un par de cuadras antes porque bajarme del taxi en la puerta del estadio sería como ponerme yo mismo el cartelito. Me aproximo poco a poco al tumulto.

—Palco, Palco, Tribuna…Preferente, Palco, Palco —anuncian en voz alta los vendedores de entradas.

Analizo el entorno sentado en un escalón. Disimulando, me observo los pelos de las piernas como si acabara de descubrirme el vello. ¡Coño! Si algunos pelos de mis piernas son pelirrojos —me sorprendo a mí mismo.

Me acerco a un comprador y directamente le pregunto como si supiera de que va la cosa.

Compadre, ¿a cuánto vendes el Palco?

—A 20 dólares —me contesta.

El precio de la entrada marcaba 15. No está mal —pienso.

—¿Es la mejor entrada que tienes?

—Sí

—¿Se ve bien desde ese lugar?

—Sí

—¿Tiene asiento asignado?

—Sí

—¿Están numeradas entonces?

—Sí

—¿Es mejor que no sé qué?

—Sí

—¿Está más tranquilo que no sé cuantos?

—Sí

Convencido de la inutilidad de mi interrogatorio, compro una entrada de palco y me marcho caminando a comer a un barecito al que le había echado el ojo por el camino.

El bar, llamado Las Tres Delicias, mostraba en su rótulo la bandera italiana, la española y la ecuatoriana. Tenía dos mesas metálicas en la acera, juntas una al lado de la otra. En la esquina de una mesa, un señor mayor, abuelo seguramente, se comía una sopa de gallina con la mirada perdida dentro del cuenco. Como podía ser de mal gusto separar una de las mesas, me siento en la esquina opuesta. Le saludo y gesticulo tocando la silla pidiéndole permiso para sentarme. El anciano, cuchara en mano y fideo colgando de la boca, asiente con la cabeza aprobando mi acto.

Me pido una Ternera con menestra (la menestra de allí son frijoles y arroz blanco), un platito de patacones y un jugo de guayaba. Antes de que me hubieran servido, un chico con la camiseta del Barcelona de Guayaquil se sienta justo enfrente y avisa al mesero. También se pide un caldo de gallina. Ni el abuelo ni el chico me hacen ni puto caso. La gallina es lo primero.

Llega una pareja con una niña y se unen a la mesa. Yo con tanto reparo por compartir la mesa con el abuelo y ahora parecemos una familia en comida de domingo. Después de un rato de cortesía, y satisfecho por ser ignorado, no puedo evitar buscar la conversación fingiendo una actitud desinteresada, pero mi acento y mi actitud me delatan.

—¿Pero usted viene solo por aquí por el barrio? —me preguntan sonriendo.

Nos interrogamos mutuamente, con ansiedad al principio, con sana curiosidad más tarde. El abuelo es el que menos participa. Al terminarse su sopa comenta que «en este restaurant cocinan muy bien» y se pide otro jugo. El chico me comenta que no se me ocurra entrar al estadio en la zona del visitante, la del Barcelona, porque puede resultar peligroso. Le comento que yo fui con la hinchada de Boca al estadio del Racing de Avellaneda y que nos tiraban sillas desde la grada de al lado. El chico asintió con naturalidad. Como si le hubiera comentado que de la uva viene el vino.

La sobremesa se prolongó agradablemente, hablando del dulzor de la papaya, del tsunami de Japón, o del terremoto de Lorca donde hubo ecuatorianos afectados. Por cierto, dicen que Guayaquil, en zona tectónica caliente, no tendría escapatoria en caso de tsunami ya que está rodeada de agua y no hay altura en la que refugiarse. Ellos bromean diciendo que tiene tablas de surf en los tejados.

A pesar del largo almuerzo, aun queda tiempo hasta el inicio del partido. Le doy una vuelta al estadio y veo policía a caballo cortando la calle por donde entran los jugadores. Entro a un cibercafé donde la dueña mira a todo volumen videos de Youtube con las canciones de Emelec. Entra un chico y le dice a la mujer que le falta alguna moneda para la media hora de internet, pero que se ha dejado la partida a medio, bla, bla, bla… La dueña, con cara de administradora de justicia, le pregunta si es emelecista. El chico contesta que sí. Entonces la señora le dice que si le canta una canción de Emelec le deja una hora gratis en una “máquina” (ordenador). En ese punto, mis compañeros del cibercafé y yo soltamos los teclados y nos giramos para ver si el susodicho chico, con exceso de kilos por cierto, superaba la prueba. El muchacho dice que se las sabe todas, pero que en ese momento no se acuerda de ninguna. La mujer estudia la pobre respuesta en silencio y decide regalarle la hora por pena, no por emelecista.

Faltando más de una hora para el comienzo decido entrar al estadio. Hay largas colas para entrar. Los cacheos son tan exhaustivos que la entrada al estadio es lentísima. Un cartel recuerda que está prohibido ingresar de amarillo, color del equipo rival. Ya cerca de la entrada, unos niños negritos piden a unos señores que los tomen por el hombro y los pasen porque niños acompañados entran gratis. Eso me recordó a algún momento de niñez, pidiendo ser adoptado por 30 segundos para entrar en La Condomina, y si era en la grada de butacas mejor.

Los niños poco a poco encontraban una mano que se posara sobre su hombro. Todos menos uno, que era un niño grandote, ya cercano a esa edad en la que la testosterona cambia la visión del mundo. El pobre chaval era rechazado por todos, y es que algunos de “sus papás” tenían su estatura. Y a él me acerqué, salvador, para decirle que yo lo intentaría. El chico, llamado Jorge, pasa por delante de mí pero nos paran porque me había confundido de puerta. Los dos patrás, y Jorge que me quería matar con la mirada.

Ya en la cola correcta, Jorge aguanta estoicamente una media hora de espera, pero ya en la misma puerta la portera me dice que el niño está muy grande y que si lo deja pasar le llamarían la atención a ella. Tras un par de recursos diplomáticos exprés que resultaron fallidos, le doy a Jorge 10 dólares para que se compre la entrada más barata. Me da las gracias y se va corriendo. No sé si marcha a por la entrada, a comprar buñuelos con chocolate, o a por otro adulto inocente.

—¿Dónde está el asiento que corresponde a mi entrada? —pregunto al entrar a la zona del Palco Pío Montufar.

Un empleado del estadio se queda perplejo ante mi pregunta, y otro compañero más vivo que pasaba por allí me dice que cada cual se busca su asiento, que no están numerados. Así que de imaginarme en un palco con confortables asientos numerados y azafatas ofreciendo refrescos, me veo en un fondo de hormigón repleto de gente y con el sol castigándonos de frente. Obviamente, el significado del término palco en Ecuador ha evolucionado hacia otros conceptos. Todos los días se aprende algo, y algunos demasiado.

Parece que hay unos asiento libres en la parte baja de la grada, cerca de la valla que la separa del césped. Tomo asiento y saludo a mis vecinos. Desde la grada de arriba caen vasos de plástico, solos o con algo de cerveza. También caen botellas de plástico y agua. Le pregunto al compadre de al lado que por qué hacen eso los de arriba, si en esa grada todos somos emelecistas. Entonces me apunta a dos chicos con camisetas de tonos amarillos que estaban unos asientos más allá. Ante la presión, los chicos se quitan las camisetas y la grada aplaude. Dos infiltrados borrados del mapa. Ahora toca seguir buscando a más barcelonistas camuflados, y los candidatos son lo que no van de azul. Me observo mi polo, de color azul verdoso o verde azulado, y me asalta la duda. Una botella de plástico abierta y con agua cae sobre mi cabeza y me despeja la duda. Soy sospechoso. Le pido cobijo al vecino y me meto bajo una bandera del Emelec con la que nos protegemos del sol lanzando una señal emelecista a la justiciera grada de arriba. Tras mi “jura de bandera” me dejaron en paz el resto del partido.

Salen los jugadores y kilos de polvo azul flotan por la grada. Un minuto más tarde me encuentro rebozado de polvo azul de pies a cabeza. Imito al resto de la gente y, con naturalidad, me sacudo el polvo aunque veo que el tono azul no se va de los rostros. Pienso que el espíritu de Pío Montufar se estaba riendo de mí. Pío Montufar (Quito 1758-Cádiz 1818), que da nombre a mi “palco”, aprovechó que Napoleón metía sus narices en la península ibérica para formar una junta de gobierno, en principio leal a Fernando VII, y más tarde, de repentino giro y como por iluminación, leal a todo el que se cagara en Fernando VII y en España

Empieza el partido. Una de las gradas laterales, la tribuna San Martín, es para la afición del visitante. Los seguidores del Barcelona, al compás de tambores y platillos, cantan como poseídos mientras saltan y bailan. El ambiente es fantástico. Hay demasiadas bengalas en el estadio, afortunadamente ninguna cerca. Los aficionados y los cientos de policías que los vigilan parecen haber olvidado ya la tragedia del 2007 cuando un niño de 12 años, Carlos Cedeño, murió en un Derbi del Astillero por el impacto de una bengala. En el 2007 estaban prohibidas las bengalas en los estadios de Ecuador. Hoy, en el 2011, también.

Las gradas azules de Emelec cantan «Y ya lo veeee. Y ya lo veeee. Es el equipo de Emelec».

En las gradas amarillas del Barcelona se escucha «Yo solo quiero darte mi vida, ir a cantarte una canción, colgar un trapo y que este diga que yo te llevo en el corazón, hay que poner un poco más de huevos, vamos Barcelona que hay que ganar».

De fútbol poca cosa. Fútbol trabado y en cada equipo un diez, Rodrigo Marangoni en el Barcelona y Edison Méndez en Emelec, que ponen detalles de calidad. Cada uno marcó un gol de penalti que resultó en el empate a uno final. A mi entender, ninguno de los penaltis existió. También me llamaron la atención los centrales. Hurtado, exjugador del Real Murcia, fuerte como una roca con 37 años. En Emelec, Marcelo Fleitas, argentino nacionalizado ecuatoriano, seguro y elegante.

Cuando Marangoni marca el 0-1 de penalti, se acerca hacia la tribuna San Martín y a la primera persona que abraza es a un espectador que salta al terreno de juego. El espectador continua dando abrazos al resto de jugadores amarillos que se acercan, pero al girarse para abrazar a uno de ellos se sorprende al verlo con peto amarillo, casco, escudo y porra. ¡Shit!. Es un policía. Porrazo en las costillas, al suelo, y a salir esposado del estadio mientras es vitoreado por la tribuna San Martín.

El partido es aburrido. Una mamá joven de la fila de abajo decide darle pecho a su bebé. Los de la fila de atrás, observamos el acto con ternura. La razonable distancia focal impide distinguir quien dirige la mirada tierna al bebé y quien al pecho de la joven. Hay vendedores por las gradas. Me tomo un vaso grande de cerveza fresca y un vasito de maní con un chorrito de lima que comparto con el compadre de mi derecha, que es un tipo escueto en palabras pero cercano en gestos.

El árbitro pita el final del partido y los aficionados del Barcelona deciden celebrar el empate encendiendo fuegos en la tribuna. No me lo puedo creer. El fuego es extenso. Intuyo como una E tumbada dibujada con fuego. Se acercan los bomberos y los reciben con lluvia de objetos. Puro “relajo”. Al día siguiente busco en la prensa local la mención al suceso del fuego. Nadie comenta nada. Debe ser normal. En el diario El Comercio leo «…lo lamentable se produjo al final, cuando miembros de la policía procuraron contener a los canarios con gas pimienta. Esto se dio al final en la tribuna San Martín, mientras los hinchas buscaban salir del estadio». A juzgar por la prensa no hubo ni fuego en la grada ni hostilidad de los hinchas con los bomberos y la policía.

Salgo del estadio con cierto temor, pero parece que me protege mi aspecto sudado, mis ropas gastadas y mi cara maquillada con polvo azul. Parezco un puto pitufo. Me alejo un poco del estadio. Hay poca luz en las calles y no consigo que pare ningún taxi. Frenan, me miran el aspecto, y continúan su marcha. Finalmente, un taxista, con el taxi en movimiento, decide subirme después de escuchar mi acento desde la distancia. El taxista me dice que es peligroso subir pasajeros en esa zona. Al escuchar eso me siento alagado, y recuerdo las palabras de Charles Darwin que recientemente había recordado con motivo de mi inminente visita a las islas Galápagos.

«No es el más fuerte de las especies el que sobrevive, tampoco es el más inteligente el que sobrevive. Es aquel que es más adaptable al cambio (Charles Darwin 1809-1882)».

OTROS VIDEOS:

Ambiente en el estadio

Otros enlaces:

Opiniones de aficionados Ecuatorianos sobre el relato

Crónica en le diario El Universo