ESPERANDO AL DUENDE (España-Polonia, Eurocopa 2021)

Sevilla es de lo más español de España. Historia y recuerdo de aquel reino en el que no se ponía el sol. Entonces, barcos repletos de oro subían por el Guadalquivir para descargar en Sevilla. Alrededor del oro se avivaba el ingenio, para llenar despensas o para evitar que se vaciaran. Y así, la picaresca y el arte se desbordaban por el Guadalquivir irrigando las tierras de la península ibérica. Desde entonces, el duende campea por nuestra España dando arreones caprichosos de fortuna, porque del talento solo no se vive. La RAE define al duende como “encanto misterioso e inefable (que no se puede explicar con palabras)”. Un duende que, perezoso como la madre que lo parió, se le aparece a la selección española cuando le da la gana.

Con el deseo de que el duende visitara a la selección española, aterricé en Sevilla para ver un España-Polonia, segundo partido de la fase de grupos tras un triste empate contra Suecia.

En el avión conocí a Adrià, un chaval que viajaba con una camiseta de la selección y con una riñonera playera cruzada en el pecho. Nada más. Viene al partido y vuela de regreso a Barcelona a la mañana siguiente. Espera a un amigo que llega de Canarias y no reservan hotel porque empalmarán, de bares, hasta regresar al aeropuerto al amanecer. Para ahorrar—dice. Se gana mi admiración de inmediato y le digo que le invito a compartir el taxi del aeropuerto hasta Sevilla. Insiste en darme 10€, pero le digo que esté tranquilo, que lo invito con gusto. Preocupado por el plan de Adrià, le pregunto al taxista que a qué hora cierran los bares. Me dice que cree que a la una. Miro a Adrià esperando una reacción, pero el noi ni se inmuta. ¡Qué hermosura la juventud!

Me siento algo burgués cuando nos bajamos del taxi y nos despedimos. Yo entro al Hostal Casa de los Mercaderes. Él se diluye por la Plaza de San Salvador, engullido por una luz de sol que ya castiga antes del mediodía. Sin renegar de mi relativa burguesía, almuerzo en una terraza con la Giralda asomando por un costado. A mi izquierda dos polacos se beben una pinta de cerveza sin levantar cabeza de sus móviles. A la derecha un grupo de españoles come carne con patatas mientras rajan de Morata. Mi amigo Andrés me dijo que los españoles, tanto en fútbol como en política, funcionamos de la misma manera: siendo muy españoles y muy patriotas si es la España que nos gusta. La lealtad es un valor en desuso. Recuerdo melancólico al capitán Alatriste callarle la boca al malparido de Malatesta cuando este le toca lo suyo (El caballero del Jubón amarillo. Pérez-Reverte, 2003): “Mi rey es mi rey. Es el que me tocó en suerte y no tengo otro”.

Desde aquel día que me emocioné leyendo una carta original de Colón al Rey Fernando, intento visitar el Archivo de Indias cada vez que voy a Sevilla. En aquella carta, Colón, después de dorarle la píldora a su majestad, le solicitaba muy amablemente, y con exceso de cortesía, que se metiera por el orto la comida que le enviaba desde España porque ellos comida tenían, y lo que necesitaban era vino. En esta visita a la exposición del archivo encuentro documentos originales relacionados con epidemias y vacunas. Entre ellos, el listado de los 22 niños que en el 1803 participaron en la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Estos niños fueron llevados a América y hasta Filipinas como portadores de la viruela para poder usar sus virus, en la fase final del contagio, como herramienta (antígenos atenuados) de vacunación.

Me reúno con mis amigos murcianos. Salva viaja con otros doce. Romero con otros dos. Con Salva y Romero coincidí en la selección universitaria. Ellos eran centrales y yo medio centro defensivo, y también central a ratos. Nos tomamos una foto con la Giralda de fondo y bromeamos diciendo que, aun rondando los 50, aún estamos para defender una portería si nos ponen a dos buenos carrileros. Cerca de la Plaza de El Salvador encontramos una terraza donde nos sentamos los 17 murcianos. También se dejaron caer por allí mi amigo bético Enrique Roldán con un par de secretarios. Tras casi dos años de relación por el ciberespacio, compruebo que Enrique es igual de majo en el mundo real que en el virtual. Por la mesa circulan cervezas, patatas bravas, platos de queso curado, jamón y montaditos. Se tarareó el “Que viva España” (de Manolo Escobar) y el Himno a Murcia (Canto a Murcia, de la zarzuela La Parranda). Las horas pasan con la atemporalidad que acompaña a los buenos raticos. Ni idea de cuándo nos sentamos ni de cuándo nos levantamos de esa mesa. No sé si los montaditos de lomo-queso salieron a las 3 o a las 5 de la tarde. Eso es gloria bendita después de un año de pandemia. El pánico llegó al llegar la cuenta. Aquello había sido un desmadre. Se necesitaba a un economista de mucho nivel, y menos mal que nosotros llevábamos a Richard en el grupo, que es gerente de MercaMurcia, y resolvió problemas matemáticos que parecían imposibles.

Una vez reubicados en el universo espacio-tiempo, pensamos en recargar los móviles porque las entradas eran electrónicas y no podíamos arriesgarnos a llegar al estadio sin batería. Subimos cuatro a mi habitación de hotel, dejamos los móviles cargando y nos vamos a tomar un café. De regreso, los móviles no están cargados porque al llevarme la tarjeta de la habitación que activa la luz, también me llevé la electricidad a tomar el café solo con hielo. La vida es tan agradecida que te recuerda regularmente que eras más tonto de lo que crees. Entre risas, el grupo acepta mi torpeza (no sería la única del día). Mean y ventosean en el baño y nos vamos para el estadio de La Cartuja.

Guiados por un murciano adoptado por Sevilla, tomamos un bus que nos acerca a un puente que cruzamos caminando para entrar en la Isla de La Cartuja. Si te quieres perder con el amor de tu vida en una isla, que no sea la de La Cartuja. Rodeada por dos brazos del Guadalquivir (uno convertido en dársena), la isla transmite la austeridad de los monjes cartujos, cuyo monasterio de La Cartuja da el nombre a la isla. Avenidas sin vida nos llevan a un estadio que por fuera no tiene ningún atractivo. Parece un centro comercial, o un hospital. Sin embargo, por dentro es guapo, pero la pista olímpica es como una verruga en la punta de la nariz.

En la puerta nos escanean un QR del móvil. Mi certificado de vacunación se queda en el bolsillo porque nadie me lo pide. Unos días antes, la UEFA pedía una PCR negativa para entrar al estadio (rectificaron a las 48 horas), pero el día del partido ni siquiera tomaban la temperatura. Un ejemplo más de la confusión que algunas instituciones han generado durante la pandemia de la COVID-19. Y mira que tenían disponible desde hace meses el libro Raticos de Coronavirus repartiendo todos los conceptos claves de la COVID-19 cortitos y al pie.

Entre la pista de atletismo y el aforo reducido por la COVID-19, el ambiente es más frío que un cumpleaños inuit. Lo del público llevando mascarillas en el estadio parece un capítulo de la serie Black Mirror. La acústica es mala. Lo que cantan los de un lado llega tarde al otro y cuesta sincronizar los cantos. Hablando de sincronización, lo de tararear mal el himno es para hacérselo mirar. Toda una vida sin escuchar cantar bien el himno español en un estadio. Y eso que no tiene letra. Metemos un lo, lo, lo cuando toca un la, la, la, o yo qué sé, pero no hay manera.

Cómo estaría el ambiente que empieza el partido y ni me entero. La megafonía del fútbol moderno tampoco ayuda. Es como el líder autoimpuesto y cansino de un grupo de amigos. La megafonía moderna intenta liderar algo que no le pertenece. Hasta el gol de España llega de manera artificial. Morata marca. El árbitro lo anula. No se protesta mucho, pero el VAR dice más tarde que sí. Que ha sido gol. Ah vale. Pues venga. Nos abrazamos y tal. Un gol concedido tras la revisión el VAR es un gol descongelado en lugar de fresco. No sabe igual.

En los estadios intento buscar personajes que llamen mi atención, pero aquella noche en La Cartuja no tuve ni que moverme de mi asiento. Justo en la fila de abajo está sentado un señor que lleva tatuado en el antebrazo derecho “Wien 2008”. No levanta la cabeza del móvil. Aprovecho para seguir haciendo el dron y descubro que en el izquierdo tiene tatuado “Kyiv (Kiev) 2012”. Impaciente, le pregunto por la espalda que dónde tiene tatuado “Johannesburgo 2010”. Sobresaltado por mi aparición, y parece ser que hastiado de que le pregunten siempre lo mismo, me contesta algo muy feo. Que la lleva tatuada en… Luego, más calmado, me cuenta que es de Burgos y que estuvo en todos los partidos de la selección en esas dos Eurocopas. No fue a los mundiales porque no le gusta ir a “Sudáfrica, Brasil y sitios así raros”. El personaje no acaba de conquistarme y lo dejo tranquilo con su móvil, al que hizo más caso que al partido.

La selección española, al igual que en el primer partido contra Suecia, tiene el balón, pero no hace daño. Ni siquiera asusta. No hay vértigo. Hay calidad, pero no hay duende. Falta ese duende que cuando visita al talento lo hace saltar de órbita acercándolo a la eternidad. Podría ser un duende intermitente, como el que acompañó a Curro Romero. O el duende que se queda a vivir contigo, como el de Paco de Lucía, o los que cohabitan con Messi, o con Lewandowski.

El nueve polaco vive más feliz que nunca con su duendiski y esta temporada ha marcado 41 goles en la Bundesliga para ser bota de oro. Así, en su segundo remate a puerta, el duendiski inspiró al nueve polaco para tocar sutilmente a Laporte, lo justo para desactivarlo y rematar de cabeza el empate a uno.

Por si no quedaba claro que el duende no pretendía cogerle el teléfono a la selección española esa noche, Gerard Moreno tiró un penalti al palo y el balón le cayó a Morata en forma de melón, y como melón salió volando del campo.

Mientras transcurre el partido, los encargados de seguridad se pasean vigilando que todo el mundo tenga la mascarilla puesta y, claro, no dan abasto pidiendo a la gente que se pongan la mascarilla. Unas personas con peto amarillo vigilaban, y si no les hacían caso, llamaban a un señor trajeado y este a la policía. Recordaban al colegio, cuando al portarte mal el marrón ascendía desde el profesor al jefe de estudios, y de ahí al director.

  • ¿Se jugó muy mal, no?— me pregunta mi amigo Sergi por whatsapp.
  • Falta chispa. Duende. Pero puede aparecer.
  • Eso —me contesta.

Mientras hacía la tesis doctoral en Alicante, estuve dando clases de flamenco durante dos años. Bailaba dos o tres veces por semana. Si algún día el duende se asomó a aquella academia de baile se fue muerto de la risa al verme. Conmigo no había nada que hacer. Sin embargo, tenemos una selección con campeones del mundo, de Champions, de Liga, de Premier y de Europa League. El duende tiene motivos para llegar y quedarse un tiempo con este equipo porque hay talento.

En el siguiente partido, contra Eslovaquia, el duende se acercó al olor de la mesa puesta por Luis Enrique. Busquets preparó una tortilla de patatas, Azpilicueta cazón en adobo y Sarabia unos pimientos rellenos. El duende, con su encanto misterioso e inefable, se quedó a cenar con nuestra selección.

Esperemos que, contra Croacia y durante el resto de la Eurocopa, el duende no nos haga los numeritos que le hacía a Curro Romero, levantándose de la mesa y marchándose sin avisar. A Curro le machacaron, y hasta intentaron agredirle, por algunas malas tardes sin duende. Pero yo con la selección soy Alatriste con su rey. Soy aquel que tras una corrida nefasta en la Maestranza gritó «¡Curro, el año que viene va a venir a verte tu madre… y yo!».

@raticosdefutbol