CATAR 2022: el Mundial de las 28 y una noches

Hemos leído de distintas maneras, escrito con mayor o menor brillantez, que el escenario del fútbol sirve para representar la vida. ¿Acaso sobrevivir a una prórroga para llegar a penaltis no representa la resiliencia y la esperanza? ¿Acaso llorar porque tu equipo pierde no es llorar por un amor no correspondido? Acaso… ¿Acaso no es el fútbol un espejo ante el cual nos desnudamos con menos rubor del esperado?

En dicho escenario, el Mundial es la obra reina, la más completa, condensada en cuatro semanas y 64 actos. Representada cada cuatro años, cada historia del Mundial lleva otra historia dentro, como muñecas matrioskas. De la historia de Arabia Saudí ganando a Argentina nació el cuento de los Rolls-Royces regalados a los jugadores saudíes, del que surgió la vergonzosa historia de algunos medios de comunicación tragándose el bulo sin ni siquiera masticar. Una estructura similar a la que tiene “Las mil y una noches”, historias de Oriente Medio recopiladas durante siglos que se entrelazaron usando la técnica de “narración enmarcada”, relatos incluidos dentro de relatos. Catar levantó el telón del Mundial el 20 de noviembre, con algunas matrioskas negras que representaban corrupción y abusos, con ciertos relatos incómodos para la conciencia, pero con el teatro a rebosar de espectadores (2,6 millones en los estadios, y cientos de millones por televisión). El Mundial de Catar, una recopilación de relatos dentro de relatos que representan la vida desde múltiples ángulos. Un Mundial de 28 y una noches.

Se ha escrito mucho y bien sobre este Mundial. De hecho, cada vez se escribe más y mejor de fútbol. Con esto quiero pensar que cada vez se lee más y mejor de fútbol. Las vacaciones de Navidad me han filtrado un pase al hueco para escribir, para cabalgar un ratico más a lomos de este Mundial, el de Messi. Un canto más de fútbol escrito en este karaoke universal, donde la opinión de barra de bar se deja escrita, donde la entrada es libre para intrusos como el que aquí escribe.

En este Mundial no he tenido vivencias personales fuera de lo común. Algún partido con amigos en un bar y poco más. Recuerdo el día de la semifinal entre Argentina y Croacia. Había quedado con otros padres del colegio de mi hija para ver el partido en El trébol, un bar de barrio de los de toda la vida junto a la parada de metro del Poblenou. Uno de los pocos bares de la zona que aún no han sido adquiridos por chinos. Sus viandas de esa noche: patatas bravas, tortilla de patatas, lacón con pimentón dulce, pa amb tomàquet y jamón serrano. Cuando salí de casa de camino a El trébol, al cruzar la Diagonal, encontré la persiana del Rincón Argento levantada, una persiana que tiene tatuados a Messi y a Maradona. Asomé el hocico curioso y solo había tres personas. Una de ellas, con la camiseta de Argentina, reposaba la cara sobre sus manos tapándose la boca mientras la pierna derecha se sacudía temblorosa ajena al resto del cuerpo inmóvil. Sobrepasé el Argento, pero ante la imagen del chico en claro estado de tensión deshice mis pasos para abrir la puerta del Argento y decirles ¡Suerte! El chico me contestó con una sonrisa. Las otras dos personas con un ¡Gracias! Después caminé por Bac de Roda para girar en el Carrer de Pujades. Allí, el chico argentino de la verdulería que está frente al colegio Acacies, recogía el género para guardarlo en la cámara mientras escuchaba en su móvil a todo volumen la alineación de Argentina. Ya en la misma acera de El trébol, también en Pujades, me encuentro con un restaurante argentino lleno de camisetas albicelestes mirando un televisor enorme. Los datos dicen que en España viven unos 250.000 argentinos, pero a mí me parece que están por todos lados, que deben de haber muchos más, o que la mayoría están por Barcelona. Finalmente llego a El trébol. En la sala del fondo tenemos una mesa reservada para ocho personas a nombre de Mike, un papá alemán. Llego el primero y me pido un tercio de Turia. En la mesa de al lado, tres o cuatro familias argentinas con niños pequeños comienzan a aporrear las mesas con los nudillos y a cantar con mesura:

Muchachos
Ahora nos volvimos a ilusionar
Quiero ganar la tercera
Quiero ser campeón mundial

—¿De qué parte de Argentina son, chicos?

—De Tucumán. ¿Lo conocés?

—Claro. Estuve en Salta.

—Sí, están al lado.

—¿Juega alguien de Tucumán en la selección?

—Sí, Angelito. Angelito Correa.

Ante la limitada cobertura de la televisión pública, no dudé un segundo en pagar por la aplicación donde podía ver todos los encuentros. Con partidos en horario laboral, adapté los horarios de mis rutinas para rascar veinte minutitos de aquí, o media hora de allá: cafetito con un Alemania—Japón, comida con Brasil—Serbia, vuelta a casa en metro con el Uruguay—Corea del Sur. No voy a negar que en días de Mundial la cabeza no está en lo que tiene que estar, por lo que tocaba sacar el portátil tras el partido de la noche para poner orden en el trabajo. Tampoco voy a negar que busqué combinaciones para ir a Catar, pero todo estaba carísimo. La tentación se avivó cuando vi que los octavos caían en el puente vacacional de diciembre. La opción más barata era volar a Emiratos Árabes, tras escala en Estambul, y desde allí cruzar por tierra a Catar, para lo que tendría que pedir un visado a Arabia Saudí por atravesar su territorio. Si cansa el decirlo, imagínate el hacerlo. Lo definió recientemente Pérez-Reverte en una entrevista: la vejez es la pereza.

Pero volvamos a la representación de la vida en el escenario del fútbol. España comienza triunfante, con un 7-0, pero se bloquea ante dificultades y no sabe renovarse. Argentina usa un fracaso para tirar de orgullo y apuntar hacía lo más alto. Alemania no llega a ser lo que quería ser porque la nota no le dio por un milímetro, el que solapaba la línea de fondo con el balón tocado por un japonés. Brasil fue el guapo que confió demasiado en su victoria. Y así, uno tras otro, los protagonistas de esta función fueron saliendo a escena. Solo uno ganó la copa, Argentina, que jugó con una ventaja: fue el que más la quiso. El resto de equipos tuvieron sus momentos de gloria: un gol, una victoria, una portería a cero. Como el triunfo de Camerún ante Brasil, una vez que Camerún ya estaba eliminada. Raticos de felicidad dentro de una participación frustrante. ¿No es esto la vida, amigos?

Gvardiol, el defensa enmascarado de Croacia, revalorizó su precio durante el campeonato, pero se devaluó al confundirse tras un brusco paso de tango de Messi en un gol decisivo. Marruecos no tuvo ni un error defensivo en 210 minutos contra España y Portugal, pero le bastaron cuatro contra Francia para que su central se cayera de culo al medir mal una entrada y regalar el 1-0 a los franceses. Catar, para tener un equipo competitivo, ha invertido desde el 2004 más de un billón de dólares en la Academia Aspire, pero lo que más se recuerda de su selección en este Mundial es el pelazo de Akram Afif. Griezmann dio una exhibición defensiva en semifinales con una oda al placer de barrer y pasar el trapo del polvo, pero en la final estuvo ausente, como si lo hubieran barrido a él. Iñaqui Williams “el pícaro”, en una acción que pudo ser el empate en la última jugada del partido, pasó a Iñaqui “el torpe” al resbalarse tras robar el balón al portero de Portugal. Neymar bailó una de sus sambas más bellas para anotar un golazo en la prórroga contra Croacia, pero dentro de un tiempo alguien se preguntará si Neymar participó en este Mundial. Tras ganar una Eurocopa con Portugal en el 2016, la presencia de Cristiano Ronaldo en el campeonato se diluyó como un azucarillo en una taza de café. M’Bappé hizo ocho goles en el Mundial, tres de ellos en la final, pero salió de Catar cabizbajo. Así es el fútbol. Así es la vida. Caprichosos e indomables, te quitan en un suspiro lo que te dieron, y más tarde te lo vuelven a dar. Juegan con nosotros como un león con un bebe impala.

Pero hubo un ganador al que todos envidian. Da igual lo tortuoso que fuera su camino hacia a la victoria. No importa que Argentina, tras medir mal Otamendi un balón caído del cielo, quedara colgando de la cornisa, agarrado con un solo dedo, cuando Kolo Muani le empujó al precipicio en el minuto 93 de la final. Ni que ganara en los azarosos penaltis. Ni la payasadas de su portero. Argentina ganó. Y el que gana en el fútbol y en la vida limpia las manchas del camino.

Para ganar un Mundial se necesita suerte, talento, un líder, y más suerte. Argentina lo tuvo todo. Un líder no puede llegar lejos si no se rodea de talento, y ahí pudo estar la clave del éxito de Argentina. A lo largo del campeonato, Escaloni iba entrando a mirar qué tenía en la despensa y se encontró con el talento energético y descarado de los jóvenes Enzo Fernández, Alexis Mc Allister y Julián Álvarez.

Para la quijotesca aventura de conseguir la Copa del Mundo, Messi encontró en Julián Álvarez a su mejor escudero para la delantera. A Julián Álvarez lo vi en directo en el Santiago Bernabéu en el 2018. Era «la final de todos los tiempos”. La final de la Copa Libertadores entre Boca Juniors y River Plate. En la prórroga del partido más importante de la historia de River Plate, a Marcelo Gallardo se le ocurrió sacar como revulsivo a Julián Álvarez, de tan solo 18 años. Que huevos Gallardo, y que huevos tiene que tener este chaval— pensé.

Julián ganó aquella Libertadores. Después Liga, Copa y Supercopa argentina. Participó en un partido de la Copa América que Argentina ganó a Brasil en Maracaná en el 2021. A pesar de su juventud, ya le ha hecho un doblete a Boca Juniors en un superclásico, un “hat-trick” a San Lorenzo, y un “póquer” a Patronato. Contra Alianza de Lima subió el listón marcándole seis goles en la Libertadores, por lo que se llevó dos balones a casa (uno por hat-trick). Le llaman la Araña porque alguien dijo que jugando parecía tener más de dos patas. También parece respirar con más de dos pulmones. En un vídeo en el vestuario de Argentina tras ganar la final, escuché que un compañero le decía a Julián «pará ya de correr, wacho». Este artrópodo hiperoxigenado, que ahora juega en el Manchester City, fue para mí el jugador revelación de este Mundial.

Uno de los grandes pecados de nuestros tiempos es el de compararnos continuamente con otros. No acabar de aceptarnos por muy bien que estemos. La inconformidad se nos mete como el frío en los huesos. Estoy a gusto en el trabajo, pero hay otro que gana más. Mi familia es estupenda, pero hay otra que toca el piano en Navidad. Messi es muy bueno, pero no es Maradona. ¿Por qué no celebrar lo que somos? ¿Por qué no disfrutar a Messi sin más?

Messi era un líder acusado de ser pecho frío en Argentina. Un líder que en batallas complicadas miraba más al suelo que a sus compañeros. El liderazgo no es algo que se compre. Se tiene o aparece así de repente, por sorpresa. Haces algo y cuando te giras eres el flautista de Hamelin. Te siguen. Messi marcó golazos claves, dio pases de gol, y nunca dejó que el equipo se durmiera. Pero en la prueba más exigente, en el examen para ser Dios, Messi solo llegaba al cuatro y medio. No aprobaba para sentarse junto a Maradona. Faltaba algo, y lo que faltaba era llamar bobo a un neerlandés tras eliminar a Países Bajos en cuartos.

—¿Qué mirá bobo? ¡Anda p’allá bobo! —dijo Messi a Weghorst, y las aguas del río de la gloria se abrieron para facilitarle el paso. El Dios Maradona había sido mucho más malote, nivel dar positivo por cocaína en el Mundial del 94. Aun así, el “¿Qué mirá bobo?” se valoró como una fechoría a la altura de los Dioses.

Detail View of a flag on November 30, 2022 in Doha, Qatar. (Photo by Chris Brunskill/Fantasista/Getty Images)

Una vez aprobó para Dios, Messi fue a sacar nota, consiguiendo el sobresaliente al ganar la final con dos goles suyos y tirando la pelota dentro de la red durante la tanda de penaltis con la naturalidad que tú tiras la bolsa de basura en el contenedor. Resolver algo transcendental como una rutina es algo reservado para las grandes deidades.

Alí Babá, Simbad el Marino, o Aladino son algunos de los protagonistas de los cuentos de las “Mil y una noches”, pero solo uno conectó con una lámpara maravillosa. M’Bappé, Cristiano Ronaldo o Neymar fueron protagonistas de las 28 y una noches de Catar. Ellos también se rodearon de talento y cumplían con los mínimos para ser dioses con buena nota. Pero les falto algo de suerte y, sobre todo, que la lámpara de aceite sintiera lo que sintió con Lionel, que alguien la estaba frotando con especial entusiasmo para pedir su deseo.

@raticosdefutbol