EL HOMENAJE A QUINI (por Frichu Yustas)

España 4 – Islas Feroe 0 (2019)

Muy probablemente Quini se merecía un rival mejor. Con total seguridad un equipo de una mayor entidad futbolística habría animado a alguno más de los 23.650 espectadores que poblaron las gradas del estadio decano del fútbol español, El Molinón, ante el noble, pero insípido, rival feroés. Dicho esto, con el mayor de los respetos a sus jugadores y a sus entregados y apasionados aficionados. Con alguno de ellos tuve la suerte de departir brevemente la noche anterior al encuentro. Simpáticos, amables y abnegados, firmaban una derrota por dos tantos a cero, me decían entre vasos de sidra y jarras de cerveza. Y casi lo logran.

La mañana anterior al partido acudí, junto a mi pareja Rebeca, a la presentación del libro-homenaje a Quini, coordinado por el periodista Monchi Álvarez y en el que medio centenar de personas, de distintas y muy variadas procedencias, con conocimiento personal del homenajeado o sin otra relación que la de la admiración por un futbolista que lo era casi todo en Gijón, que lo sigue siendo y que lo será siempre. Allí, tras el protocolario acto, llegó el correspondiente vermuteo con nuestro amigo Adrián Núñez, hoy presidente de la Unión de Peñas Sportinguistas. Adrián nos contaba su experiencia en las Islas Feroe. Él había sido uno de los pocos españoles que había asistido, unos meses antes, en junio, a presenciar el encuentro entre la selección española y el combinado nórdico en el pequeño y coqueto estadio de Tórsvollur, campo habitual de la selección feroesa para sus encuentros como local. Nos hablaba de la amabilidad extrema de sus aficionados, de las muchas cervezas a las que fue invitado y de su intención de ir, a la mañana siguiente, a la búsqueda de seguidores feroeses para devolverles, de alguna forma, el excelente trato recibido allí.

Un centenar de aficionados de las Islas Feroe habían venido en el avión fletado por su federación de fútbol, junto a jugadores, cuerpo técnico y directivos. Pocos, pero se dejaron notar en las cervecerías y sidrerías en las proximidades del gijonés barrio de La Arena, donde la mayoría estaban hospedados y donde se encuentra situado el centenario estadio de El Molinón.

Un país, dependiente de Dinamarca, con apenas cincuenta mil habitantes, donde su mayor estadio tiene una capacidad para cinco mil espectadores (que no es poco proporcionalmente, ya que supone el diez por ciento de su población) con nulas —o casi— opciones de victoria en cada uno de sus desplazamientos y escasísimas posibilidades de ganar partido alguno en casa, aunque para la historia local pasó con letras de oro la victoria lograda por uno a cero ante Grecia, tiene un tremendo mérito congregar a un centenar de aficionados dispuestos a gastarse un dinero para ver perder a su equipo, eso sí, buscando siempre la diversión y el “buen rollo” a falta de goles que celebrar.

El día del encuentro, que coincidía con el Día de Asturias, comenzó con el ritual previo de rigor, tocaba hacer honores al nueve eterno del Sporting. Como para muchos otros aficionados, lo importante para nosotros no era tanto el partido sino el homenaje al más grande futbolista que dio Asturias en toda su historia. Una persona que aunaba, además, todos los valores que enamoran a una afición, desde la humildad personal a la grandeza deportiva, y el sportinguismo está completamente rendido a su figura, que le hacía ser considerado por los asturianos como alguien cercano, sencillo y noble, “uno de los nuestros” y que era querido hasta por los “enemigos” deportivos más acérrimos, incluso por los del equipo rival de la capital asturiana.

Así, el ritual comenzó saliendo de casa con el uniforme de rigor. Rebeca lo hizo con una camiseta “vintage” de la selección, de primeros de los noventa, y yo con una actual, pero con su nueve y su nombre serigrafiado en la espalda. No éramos los únicos, las camisetas de Quini, tanto del Sporting como de la selección, e incluso alguna del Barcelona, se veían por doquier, muy especialmente la negra, de riguroso luto y con el dorsal nueve en la espalda, que el club sacó en homenaje al desaparecido ídolo rojiblanco. En los bares de El Molinón, donde tomamos la cerveza obligada previa al encuentro (hidratarse debidamente es fundamental para el deporte), esta vez en compañía de mi hermano Coque, mi sobrino Guillermo, y nuestros amigos Ruth y Noe, veías decenas de camisetas con su nombre allá donde miraras.

Llegó la hora del encuentro y en las pantallas del estadio un emotivo homenaje glosaba la vida del enorme delantero asturiano. Su etapa de futbolista en el Sporting, en el Barcelona y en la selección, y su vida tras su retirada como jugador. Desde la grada Este se desplegó una enorme foto de Quini, vestido con el uniforme de la selección nacional, ocupando buena parte de la misma.

La familia de “El Brujo” saltó al centro del campo y su nieto Pablo recibió —de manos de otras dos grandes figuras internacionales del fútbol asturiano, Juan Carlos Ablanedo y Eloy Olaya— una camiseta de la selección con el número nueve que tantas veces lució su abuelo y su nombre Quini, detrás, exactamente igual a la que yo, y otros muchos, lucíamos anónimamente en un estadio rendido a la figura del gran ídolo del sportinguismo.

Después, un emotivo minuto de silencio, acompañado únicamente por la música de una gaita interpretando la “Marcha d’Antón el Neñu”, la tradicional marcha fúnebre asturiana que un anónimo gaitero, del que solo sabemos su nombre, Antón, compuso a finales del siglo XIX, tras el fallecimiento de su padre o como homenaje a este. Un sobrecogedor silencio acompañó a la gaita en memoria de Quini y de Xana, la hija pequeña de otro referente del Sporting, Luis Enrique, tristemente fallecida unos días antes. La emoción y la pena sacudió los corazones del público; algunos, como mi novia Rebeca, no pudieron reprimir las lágrimas. Se trataba de Xana, de Quini y del dolor de toda una ciudad.

Se inició el partido y nada más finalizar el minuto de silencio, los aficionados feroeses discutían con los miembros de seguridad del estadio. Y con toda la razón, al haber sido colocados inexplicablemente de forma separada a lo largo de toda la grada Sur, sembrados dos aquí, cuatro más allá, otros tres más al fondo… Inexplicable fallo organizativo que impidió a la afición visitante ver el partido como se merecían: todos juntos.

Rebeca y yo ocupábamos nuestros habituales asientos en El Molinón, los mismos donde nos sentamos en cada partido del Sporting. Chocaba, de alguna forma, no encontrar a nuestros habituales compañeros de grada y comprobar la cantidad de gente que había venido de fuera. Detrás de nosotros, cuatro chicos sevillanos, tres béticos y uno sevillista que sufrió las bromas de estar en un estadio de evidentes querencias verdiblancas, un par de valencianos, uno de ellos luciendo orgulloso la camiseta del Levante, a mi derecha una familia procedente de Madrid, ataviados todos con los colores de la selección y delante, dos chicas fans de Sergio Ramos, asturianas de Avilés, muy jóvenes, una ataviada con la camiseta nacional y otra con la del Real Madrid, ambas con el número y nombre de su ídolo. Gritaban su nombre desaforadamente cada vez que había un córner o cada vez que el jugador tocaba la pelota, como si el central madridista fuera a escucharlas o a reparar en su presencia. Confieso que, por momentos, llegaron a desesperarme. Pocos metros más abajo, Manolo “el del bombo” trataba de animar a una grada ya de por sí animosa pese a que el encuentro no dio, en lo futbolístico, para mucho.

En el minuto nueve, un emotivo “ahora, ahora, ahora Quini, ahora” sonó en El Molinón por un público entregado a la causa, coincidiendo con la primera ocasión de España, que no estaba, hasta el momento, desarrollando un buen inicio de partido.

Mientras llegaba el buen juego, mientras llegaban los goles, el público asistente se entretenía con lo básico: la ola. Una multitud se levantaba y sentaba buscando un divertimento que los jugadores españoles no daban. Nada que reprochar, sin embargo, a los nórdicos, que plantearon un partido al modo sureño, italiano más concretamente. Siempre pendientes de no perder la marca, de la cautela defensiva y de tratar de respirar lo más cerca posible del cogote de los jugadores españoles. Eso sí, sin malas artes, sin entradas feas, con nobleza y deportividad, de forma impoluta. E incluso se permitieron una ocasión, ya con el 1 a 0 en el marcador (obra de Rodrigo, en el minuto 13), tras un rápido contrataque con remate final de Bjartalio, que desbarató De Gea sin demasiados problemas.

Si el primer tiempo fue para olvidar en lo deportivo, nunca en lo emotivo, el segundo tiempo cambió ligeramente la situación. Feroe seguía siendo el equipo ordenado de la primera parte, pero España salió con intención de tocar más el balón, de jugarla y hasta, diría que con más ganas. Y al poco tiempo, en el minuto 50, llegó el segundo gol que cerraba el partido. Rodrigo disparó a media distancia, potente y cruzado y el rebote en un defensa feroés hizo cambiar la trayectoria y colarse en la red de un buen portero llamado Nielsen. Era el segundo gol que el público celebró con alborozo y reactivó al público. “España, España” gritaba la afición, esperando que los suyos lograran, ahora sí, la goleada que muchos presumían.

No sucedió tal cosa. Feroe siguió agazapada y jugando el balón con cierto criterio, con alguna salida que solo la inocencia de sus delanteros evitó que terminara en susto. Los minutos finales maquillaron el resultado de un merecido homenaje a Quini, que pudo haber sido bastante mejor (¿por qué no un amistoso contra una selección como la francesa o la portuguesa?, se preguntaban algunos).

Al final del partido, llegaron los momentos más esperados, el debut de Unai Núñez, que sustituyó a un Sergio Ramos que igualaba en internacionalidades a Iker Casillas, y la aparición de un nueve de los de antes, de un rematador de raza: Alcácer. El valenciano hizo dos goles en apenas dos minutos, ambos en el tiempo de descuento, y puso en el marcador el cuatro a cero definitivo.

En los últimos instantes se oyeron algunos, muy tímidos, “olés” por parte de un sector muy minoritario del público. La inmensa mayoría éramos conscientes del rival del que se trataba y del mérito que tenía una selección formada por jugadores de una liga semiprofesional de tan solo diez equipos.

El encuentro finalizó y a nosotros nos correspondió cerrar la jornada con el debido tercer tiempo junto a nuestros amigos y compañeros de peña sportinguista, Noe y Ruth. Las sidrerías de La Arena fueron nuestro destino.

Ni rastro de los feroeses, pero sí nos encontramos a un joven irlandés, de veintipocos años, que había venido expresamente al encuentro desde Cork, sin hablar una palabra de español, ni por supuesto haber estado con anterioridad en Gijón. Vestido con una camiseta de Torres de la selección española y su bufanda rojigualda, confesó ser seguidor del Liverpool y del Cork City, ganándose mi absoluta simpatía y complicidad. Después, le recomendamos el único pub irlandés del barrio, tenía ganas, juventud y fuerza para seguir de marcha y deseaba tomarse una buena pinta de cerveza negra. Una vez le indicamos dónde podía encontrarla, nos despedimos. Para nosotros la jornada había concluido.

Frichu Yustas (@Fritzyustas)