La final de todos los tiempos

Madrid, Diciembre de 2018. Final de la Libertadores (vuelta).

Tomé el metro hasta la estación de Sants, aún de noche, a esas horas cercanas al amanecer del domingo donde hay más trasnochadores que madrugadores. Llevo una camiseta de River que compré por Wallapop a un argentino bien simpático que era hincha del Racing de Avellaneda.

—Me la regalaron y nomás me la puse una vez. No me salió ponérmela más, soy de Racing —me dijo.

Al poco rato de salir de Barcelona, el sol entra en el tren por las grandes ventanas, que hoy son óleos cambiantes de paisajes de tierra húmeda y campos verdes. Me quedo en manga corta, con la camiseta de River, dándome baños de sol de invierno.

En mi coche del AVE viajan un par de periodistas de la TV3 catalana. Ellos rompen el hielo entre dos hinchas de Boca, que viajan delante de mí, y uno de River que está sentado en la fila de la derecha. Hablamos de Maradona y de Messi, o de Argentina y de Macri. Una conversación agradable, respetando turnos y escuchándonos unos a otros, hasta que un tipo que estaba tecleando sobre su portátil más adelante nos pide que nos callemos. No es un vagón de silencio, vamos en un transporte público, y es domingo, pero estamos así de tontos. Nos molesta lo que no hace tanto era lo natural, que la gente conversase en lugar de estar hipnotizados por una pantalla.

Los periodistas de TV3 nos piden permiso para grabarnos y hacernos una pequeña entrevista. Yo le digo que soy de Murcia, que entrevisten a los otros que son argentinos y que vienen desde allí para ver el partido. El periodista me dice que si soy de Murcia le interesa. Que hable yo también.

Ernesto Espinosa, de Boca, decía que llevaba tres noches sin apenas dormir para poder llegar al partido. Hernán Boyler, de River, cuenta que hizo una combinación de deudas de tarjetas de crédito para poder venir a la final.

Es mi turno. Me piden que le hable a la cámara y a ella le digo que es una pena que este partido se juegue en Europa, pero que por otro lado aquí hay mucha gente amante del fútbol y que lo vamos a aprovechar, que el evento no se ha tirado a la basura. También comento que hay unos 300.000 argentinos en España, y muchos de ellos estarán felices de poder ir al estadio.

—¿Tienes algún vínculo con Argentina? —me preguntan con el micrófono tembloroso por el movimiento del tren.

—No. Soy murciano y vivo en Barcelona. Me gusta mucho el choripán, pero más allá de eso no tengo otro vínculo con Argentina —les respondo en tono jocoso.

Salí en las noticias del domingo mediodía y el único corte que pusieron fue la tontería del choripán. Llevo más de media vida estudiando, viajando, leyendo, investigando en biomedicina… Pero cuando llega el único momento de mi vida donde me escucha una audiencia de un millón de personas le transmito a la humanidad que me gusta mucho el choripán.

Recibí un montón de mensajes desde Barcelona diciendo que me habían visto en la tele. Durante días me paraban por los pasillos de mi trabajo, gente que ni tan siquiera conocía.

—Te vimos por televisión mientas comíamos. ¡Qué bueno!

—Ya me dijeron que salí en la tele, sí. Parece que ese ha sido el momento de gloria de mi vida. La pena es que solo pusieran esa frase del choripán —intentaba excusarme.

—Ah, bueno. La verdad es que no escuché lo que dijiste. Pero qué suerte salir en la tele, y enhorabuena que ganó tu equipo.

Una completa distorsión de la realidad. Los medios escogen lo que cuentan, la gente no escucha o escucha lo que quiere, y River no es mi equipo. A River le tome simpatías para la ocasión. Como en esas pelis de sobremesa americanas donde buscan a alguien para ir a un baile, y luego desaparece de sus vidas. Tengo que decir que no me arrepiento de mi elección, y que siempre recordaré a River como un acompañante elegante, cariñoso y divertido. River Plate siempre será un amigo, y quizás algún día volvamos a salir juntos de fiesta.

tv3 tren

Hernán, el de River, me dice que aún no tiene entrada, que alguien del cuerpo técnico de River le guardaba una, pero que tenía que contactar con él. Le digo que yo tengo una entrada de sobra en el fondo de River y que se la vendo a precio de coste. Parece sentirse aliviado. Nos vamos a la cafetería del tren. Charlamos un rato de fútbol y después le explico que la entrada es electrónica, que se tiene que bajar al móvil una aplicación que se llama Passwallet y entonces yo le paso el enlace electrónico, se lo descarga y lo abre en Passwallet. Hernán, su cuerpo, me estaba escuchando con el codo apoyado sobre la barra de la cafetería, pero su cabeza estaba más allá, al final de la barra. Allí, en solitario, su cabeza concluía que no se iba a jugar sus ahorros, su viaje y su final a un código QR del móvil.

Me dice que me compra la entrada pero que intentaría conseguir la otra, la de papel, la de toda la vida. Dice que quizás la otra se la regalen, pero que no le importaría comprar las dos, que lo único importante es entrar al Bernabéu. Se baja la aplicación, le paso la entrada, y le digo que a mí no me tiene que pagar hasta que no esté dentro del estadio. No parece valorar mi gesto. En ese momento el dinero le importa un pimiento. Hernán quiere estar a las 9 de la noche dentro del Bernabéu, cueste lo que cueste.

Al llegar a la estación de Atocha, Hernán dice que quiere ir al hotel donde se aloja River y que si lo acompaño. Quiere resolver el tema de su entrada cuanto antes. Es su primera vez en España. Cuando estamos en la puerta del metro recibe una llamada de su contacto y le dice que tiene su entrada y que llegue al hotel lo antes posible. Salimos del metro y nos vamos al hotel Eurostars Madrid Tower en taxi. Hernán, generosamente, paga el taxi. Allí hay un cordón policial, pero Hernán le pide a alguien de River que avise a su compadre, compañero de secundaria, ahora empleado de River. El amigo sale con uniforme de River, pantalón oscuro y polo lila, y Hernán nos presenta formalmente. Discretamente, me retiro unos pasos para dejarlos hablar de sus cosas. Al rato el amigo saca la entrada y Hernán abre su billetera. El amigo le cobra 250 euros por la entrada y se dan un abrazo de despedida. Hernán se me acerca y me la enseña, tocándola, dándole golpecitos. Con la mirada relajada, sonriente, y sin abrir la boca, me dice que aquí está, en papel, física, sólida, perceptible al tacto. Yo lo entiendo de inmediato y me adelanto para decirle que no se preocupe por mi entrada de sobra, que yo ya le vendería por ahí.

En esa conversación estamos cuando un chico de pelo negro rizado y media melena nos pide que le echemos una mano para vigilar unas cañas, unos trapos y unos paraguas con los colores de River. La policía hace un segundo cordón de seguridad en el hotel y nosotros quedamos en medio, junto a la gente de la filial de River de Madrid que continúa sacando material de animación al montón que yo estaba vigilando. Hernán encuentra a alguien y se pone a charlar. Me quedo solo cumpliendo mi misión de vigilante de todas esas cosas de River. El chico de pelo rizado también me pide hacer banderas con los trapos y las cañas. Los palos de las cañas no son lisos y tienen salientes que impiden que pueda entrar el trapo de la bandera. Entonces alguien saca un serrucho y allí me encuentro yo, con una camiseta de River, en mitad de la Castellana, a la puerta de un hotel de cinco estrellas, limando cañas con una sierra para hacer banderas. Un policía se acerca y me dice que no podemos estar allí, en mitad de dos anillos de seguridad, con un serrucho capaz de partir un cerdo en dos pedazos. Vienen otros polis menos calmados y nos piden sacar todo de ahí lo más rápido posible. Conseguimos mover rápido todo hacia un costado del hotel, donde unos 500 hinchas de River están haciendo un banderazo y no paran de cantar:

…no me importa si ganás, no me importa si perdés,

ponga huevos millonarios donde estés siempre estaré.

Boca no chamuyes más, la mentira se acabó,

vos tiraste gas pimienta porque sos puto y cagoooooooón.

Borracho, siempre voy descontroladoooo, para ver a millonarios…

Hay una bandera de más de 40 metros de la filial de River de Barcelona, y tambores y muchas banderas de River y de Argentina. Algunos se toman fotos junto a una imagen del muñeco Gallardo a tamaño real que pasean de un lado a otro. Pancartas de River con el nombre de ciudades o barrios certifican que alguien de ese lugar estaba allí: Mar del Plata, Batán, Necochea, Alcudia.

 

Se hace la hora de comer y he quedado con mi amigo Abraham y su pareja Belén. Me llevan a un bar catalán-murciano. Una cocina fusión que viene del matrimonio de los dueños, ella catalana y el murciano. Comemos marineras murcianas, canelones catalanes, y un guiso de carne de caza y setas. El Abraham, además de dejarme el sofá-cama de su casa me invita a comer. Es el acto de filantropía más grande que se ha realizado hasta la fecha a este proyecto de Raticos de Fútbol. ¡Gracias Rubio!

Después de comer, camino con Abraham en busca de un café por el Paseo de la Castellana, que tiene el tráfico cortado. A un lado de la avenida está la zona de River, y al otro la de Boca. La frontera entre las dos aficiones está marcada por el Bernabéu, y dos barreras de tanquetas y policías a caballo. Con el café calentito en la mano vemos que la multitud de River se pone en marcha rumbo al Bernabéu y nos sumamos al desfile. Abraham se marcha cuando llegamos al primer control de entradas. La entrada extra de 160 euros seguía sin colocarla. En algún momento del día decidí que no me iba a estresar por eso y que si era necesario la regalaría a alguien que le hiciera ilusión entrar al estadio.

Veo un corro donde se están vendiendo entradas y me acerco para decir que yo tengo una entrada a la venta. Unos chicos jóvenes me preguntan cuánto cuesta. Les digo que 160 pero que se la vendo por 100. Sonríen diciéndome que no tienen ese dinero. Entonces se acerca un señor y me pregunta si tengo alguna entrada. Le digo que sí, que también se la dejo por 100. Se llama Cesar y es peruano. Duda cuando le cuento que la entrada es electrónica, pero deja de dudar cuando le digo que entre conmigo y que me pague una vez que esté dentro. Sonríe. Terminamos de estrechar los lazos cuando me cuenta que su mujer también es murciana, de Yecla. Mientras Cesar va a sacar dinero al cajero yo entro a un bar a tomarme una cerveza y a comprarme un bocadillo de salchichón ibérico que cato antes de guardarlo para el partido. Me sabe buenísimo. Salgo del bar haciéndole paso a unos chicos a los que les faltan manos para llevar botellas de vino abiertas y cubalitros de whisky DYC. No pasarán frio.

Pasamos el primer control de las entradas y Cesar me sonríe cuando se ve dentro. La gente de las filiales de River está cabreada porque no les dejan entrar algunas de las cosas que llevan para animar, como los paraguas de color rojo y blanco. Lo que sí consiguen pasar son globos rojos y blancos que reparten entre la gente para inflarlos dentro del estadio. Estamos dentro del Bernabéu como hora y media antes de que comience el partido. Ya hay mucha gente en la grada y pasamos el rato observando y charlando. Hay música de ambiente. Se escuchan ritmos latinos.

Observo a un chico con la camiseta de River llena de autógrafos. Le pregunto por esas firmas y me dice que son recientes, que se aloja en el mismo hotel que River y que le firmaron los jugadores en el hall del hotel. Le digo que me enseñe la del Pity Martínez y le pido permiso para sacarle una foto a la firma en la camiseta. No sé por qué quería esa foto. Por sentirme un poco tarado mental, quizás. El chico de la camiseta con firmas es de Rio Cuarto y me cuenta que pagó 1000€ en la reventa para entrar al Monumental el día que se suspendió el partido de ida. Por la mañana, otro señor me contó que ese día él consiguió colarse en el Monumental pagando 400€ a un trabajador de la seguridad del estadio. Era un capo de seguridad —me dijo.

Aquel día de las pedradas al bus de Boca, los dos tipos perdieron tiempo y dinero, pero el Atlántico no tenía agua suficiente para enfriarles las ganas de venir a ver esta final. La final de todos los tiempos.

El muchacho de Rio Cuarto comenta la alineación con un pelirrojo de River que se sienta a nuestra derecha. Se llama Daniel Cretini. A Daniel le pregunto que cómo es que no juega Quintero. Me responde con un gesto oscilante de su cabeza que interpreto como que tiene sus dudas. Pero luego me dice, «Yo lo banco. Yo a Quintero lo banco». En definitiva, que le gusta, pero que no le parece mal del todo que no esté en el once titular.

Delante de nosotros, un chico hace una videoconferencia con alguien que intuyo está en Argentina porque está descamisado —allí es verano—. De vez en cuando gira el móvil y enfoca al estadio. Está bastante rato, compartiendo la previa del partido con alguien que sin duda le hubiera gustado estar allí. Más abajo, un señor lleva la camiseta de River con el 7 de Trezeguet a la espalda, está de pie con los brazos cruzados y tiene la mirada perdida en el fondo de enfrente. La grada de un estadio de fútbol es un banco de personajes con los que me encantaría tomar un café, rápido, de 5 o 10 minutos. En lo que abarca mi vista localizo a tres o cuatro con los que tendría una especie de speed-date futbolístico donde los acribillaría a preguntas.

Por la megafonía del Bernabéu continúan ritmos latinos y de vez en cuando canciones de River y Boca. En una de ellas escucho «la Boca y Avellaneda las voy a quemar». Se le escapó esa canción a la censura.

Salen los equipos al campo. Lluvia de papelitos, agitación de globos de colores y suena el himno de Argentina que es entonado por todo el estadio. Fue el único momento de concordia entre las dos aficiones. Algunos jugadores de River y Boca se besan cuando se saludan. El beso entre chicos al saludarse es muy común entre argentinos.

Un poco más tarde en la megafonía suena la alineación de Boca. El speaker dice el dorsal y el nombre, y deja un silencio para que la grada grite el apellido. Se acabó la buena onda. Para los hinchas de River todos los jugadores son hijos del mismo padre y por lo tanto comparten apellido:

Con el uno, Esteban… PUTOOOO

Con el seis, Lisandro… PUTOOOO

Con el siete, Cristian… PUTOOOO

Con el ocho, Pablo… PUTOOOO

…y así hasta el director técnico Guillermo Puto.

La primera parte tuvo poco fútbol, pero fue intensa en el campo y tensa en la grada. Se sufría y se celebraba cada saque de esquina, cada pelota parada. River elaboraba más el juego, pero Boca tenía los acercamientos más peligrosos. Hasta que en el minuto 43 el uruguayo Nahitan Nández —una barbaridad lo que corrió y cortó este señor— se encuentra un balón en su medio campo y Benedetto sale corriendo hacia la portería contraria marcándole el pase. Era el único pase posible, raso, de 30 metros, a la velocidad adecuada para que Benedetto se lo encuentre en su carrera, salve al último defensor y marque el 0-1. El fondo de Boca ruge y el de River guarda silencio. No hay ni murmullos, ni siquiera gestos. Una actitud similar a la que observé en el Bar Dixit en el partido de ida. Inmutables, como si esperaran el autobús al lado de extraños.

En el descanso, el sector de Boca sigue cantando. Se ven ganando y con posibilidades de ganar. Donde estamos sentados, en el segundo anillo, solo hay una fila atrás, y detrás un palco donde media docena de hombres ven el partido tras un cristal mientras un camarero les sirve comida y bebida. No sé si merece la pena ver el fútbol dentro de esa pecera sin escuchar el ambiente. Tienen un par de televisores a los lados, orientados de manera que nosotros también podemos ver la repetición de las jugadas. La verdad es que estamos de lujo. Para colmo nos encendieron unas estufas en el techo.

En la última fila, entre el palco-pecera y nuestros asientos, hay un señor junto a un chico joven, los dos de rasgos asiáticos, que parecen ser padre e hijo. Me dicen en inglés que son de Indonesia. Les pregunto si han venido desde allí para ver el partido, y me dicen que sí. Me quedo con la duda de si nos estamos entendiendo. Me parece algo muy loco, y les abro ficha para que más tarde me expliquen su caso. También en la fila de atrás, hay un chico sentado solo, pero este sí que es expresivo ante el espectáculo que está viendo. A mi izquierda hay un par de asientos libres, y le digo si se quiere sentar con nosotros que ya teníamos un grupo de conversación formado con Cesar y Daniel. Dice que sí. Se llama Luis, es venezolano, y tiene unos 30 años. Otro lobo solitario, otro yihadista del balón. Dice que es de River porque con 12 años jugaba al fútbol e hizo un stage en la ciudad deportiva de River. Por la conversación intuyo que no llegó a ser profesional, pero tenía planta de saber tocarla. Recuerdo que en algún momento de la segunda parte me dice que en todos los estadios sudamericanos siempre se cantan las mismas canciones.

—Mira, esta que cantan ahora también se escucha en Caracas.

Le digo que aquí en España también se han copiado algunas canciones de Sudamérica, y él asiente con la cabeza.

Se une a la conversación Máximo Miccinilli, ítalo-argentino residente en Bruselas. Lleva un abrigo azul marino elegante y una camiseta de River atada al cuello donde leo «El más grande de América». Máximo, de aspecto, es como Harry Potter pero de mayor. Lo cierto es que algo de magia tiene que tener para ser politólogo, papá y escritor al mismo tiempo. Me habló de su novela Espiral, que tiene muy buena pinta. También me contó que tiene un bebé y que su esposa le dio el empujoncito para salir de su jaulita de oro belga para venir volando a ver el partido a Madrid.

Comienza la segunda parte. River sigue teniendo más posesión, pero no crea peligro. Unos metros a mi izquierda un señor aprovecha un fallo de Boca para ponerse de pie sobre su asiento y chillar— ¡No son nada River! ¡No son nada!

En el minuto 59 Quintero sale al campo y Daniel me hace un gesto señalándolo con la mano. Ahí lo tienes —me dice esa mano.

Y entonces Juan Fernando Quintero comenzó a jugar moviéndose anárquicamente y sin descanso por el lado derecho del ataque de River. Su zurda salió al campo como un perro encerrado en un apartamento sale al parque, revoloteando sin parar para aprovechar el tiempo. Bajo a recibir, la piso, hago una pared, arranco, me paro. Y así, divirtiéndose, la zurda de Quintero contagió al resto de piernas de River y a los 9 minutos del inicio de la fiesta de Quintero, en el 68, Pratto hizo el 1-1 rematando una jugada de paredes y toquecitos. GOOLLLLLLL. Tanta tensión me inocularon los compadres Daniel y Máximo que cuando Pratto empató canté el gol a toda garganta y lo rematé gritando con el puño apretado «¡Vamos River, carajo!».

Le toco el hombro a Máximo, que está sentado en la fila de abajo, y le digo que «Quintero lo cambió todo». Máximo tendría otros pensamientos que resolver porque tarda unos segundos en volver a girarse y asentir con la cabeza mientras me señala con el dedo aprobando mi comentario.

Los dos de Indonesia se levantan y se van en el minuto 80. No me lo puedo creer. Me pierdo la posibilidad de interrogarles, pero no me parece posible que hayan venido desde Indonesia a ver el partido y se marchen con el partido 1-1.

Llega la prórroga, tal y como le correspondía a la final más larga del mundo. A los dos minutos de la prórroga, el mediocentro colombiano Wilmar Barrios es expulsado por segunda amarilla. 28 minutos por delante y Boca con un jugador menos. Toca hacer el aguante, y el fondo de Boca comienza a cantar:

Dale Booo, dale booo, dale Boca, dale booo

En el minuto 98, River mete a la cancha un chaval de 18 años, Julián Álvarez, que corre como un conejo, para intensificar el asedio. Tras el descanso de la prórroga, continua el ataque a la fortaleza azul y oro hasta que una bola encañonada por don Juan Fernando Quintero derriba el muro. El mismo Quintero inició la jugada y, cuando todos se metieron dentro del área, él se esperó fuera con la mecha del cañón encendida. Palacios vio arder el cordel del cañón colombiano y envió un balón que Quintero acomodó en el primer toque para encañonarlo por la escuadra en el segundo. GOLAZO. Me abrazo con todos los de mi fila, y como se me acaban, sigo abrazando a los de la fila de abajo porque la gente seguía abrazándose. Fue como cuando iba a misa y dábamos la paz. Mientras hubiera gente alrededor dándose la paz, yo continuaba buscando manos que estrechar y diciendo «La Paz sea contigo».

Con 1-2 y superioridad numérica, me sorprendo de que River siga atacando de modo descontrolado. Lo que tocaba en este momento era congelar el partido controlando el balón y rompiendo el ritmo de juego. No me podría creer que perdieran el balón tan rápido, dando pases arriesgados, y que los laterales siguieran subiendo alocadamente. Aun así, Boca no llegaba con claridad al arco de River y la solución que encuentra el portero de Boca es dejarse la portería en el minuto 115 y salir a buscar suerte en el campo de River. Llegó a jugar siete minutos saliendo de su portería. En mitad de esa esquizofrenia, Gago se rompe dejando a Boca con nueve jugadores.

Llega el minuto 120 y dan dos minutos más de prolongación. Dos minutos para que acabe algo que empezó hace 28 días. Nández, el incansable centrocampista de Boca, mete un centro al área de River y Jara recoge un rechace de cabeza para disparar al poste. El muro en ruinas de Boca casi mata a River en su derrumbe. Bendita locura. Si Jara marca ese gol y Boca gana en los penaltis, el entrenador Guillermo Barros Schelotto hubiera sido un héroe. Pero, ¡ay que desgracia Guillermo! Esa noche en el Bernabéu, las diosas de la suerte, Fortuna y Tique, le hicieron ojitos al muñeco Gallardo para hacerlo campeón, sabio y hasta guapo. En cambio, tú, Guillermo, caíste en el cesto de los despojos y fuiste cesado una semana más tarde.

Llega otro córner para Boca. La afición de River aún tenía el esfínter apretadito desde el tiro al palo de Jara. El balón del córner es despejado y llega a los pies de Quintero que, tras un autopase, da una patada a seguir hacia la portería de Boca que estaba sin portero. El Pity Martínez, el loco Martínez, atento, es el primero en salir en la carrera hacia esa pelota, corriendo como si le persiguiera el diablo. Parece fútbol americano. Uno corriendo y tres detrás intentando cazarlo. El Pity llega a la pelota, le da un primer toquecito y en el segundo toque la mete en la red. La grada de River se vuelve loca. Daniel, borracho de felicidad, me abraza gritándome «España os quiero».

Con el gol del Pity, River clavó certeramente la estaca en el corazón de Boca, y el espíritu del bostero salió volando del Bernabéu, aullando y en forma de nube negra. Boca perdió la final de todos los tiempos, la final eterna, la final que puede tardar décadas en repetirse. Solo cuando se repita, solo entonces, el bostero tendrá oportunidad de sacar al rey gallina del trono.

Nos quedamos un buen rato en el campo celebrando. Aparecieron los directores de orquesta. Líderes espontáneos que se giraban mirando a la grada y dirigiendo los cánticos moviendo los brazos como si en una mano tuvieran una batuta. Se cantó todo el repertorio. Se le cantó al Pity, a River, y por supuesto a Boca:

…ae, ae, ae…ae, ae, ae, ae, ae,…ae, ae, ae, ae, ae…ae, ae, ae, ae, ae,

un minuto de silencioooooooo, psssssssss

para Boca que está muerto …ae, ae, ae, ae, ae……ae, ae, ae, ae, ae.

A la mañana siguiente coincido con un grupo de argentinos en la cola del embarque del vuelo Madrid-Barcelona. Son amigos que viajaron juntos a ver la final desde Mallorca. Los de River están taladrando la cabeza a uno de Boca aprovechando que no puede escapar de la fila. Ellos le llaman “cargar”. En Argentina parece ser que recordarle al rival que ha perdido es más placentero que recordar la victoria con los tuyos. La máxima expresión de esto la vi en un reportaje de Youtube (de Copa 90) donde entrevistan a un taxista hincha de Boca. El taxista, con las manos en el volante, se echó a llorar de la emoción al mencionar que River bajó a la serie B. Boca ha ganado seis Libertadores, pero el llanto incontrolable vino al recordar al rival en el infierno.

El bostero del aeropuerto mantiene la mirada en su tarjeta de embarque y aguanta la carga de sus amigos como si fuera un sueco que subía al mismo avión y no entendiera nada de lo que le decían. Pasado el control de documentación, ya camino del avión, sale de su silencio y dice:

—Bueno. Está bien. Ganaron. Enhorabuena. Tienen cuatro copas Libertadores, las mismas que Estudiantes de la Plata, un equipo que no está mal. Un equipo conocido. No está nada mal, en serio —dice el hincha de Boca antes de rematar su discurso diciendo: «Boca tiene seis».

Sus amigos ríen de la ocurrencia y él tampoco se resiste a la risa. Y así acaba este relato, con hinchas de River y Boca riendo juntos por fútbol.


Otros videos y fotos:

Resumen del partido

Foto de grupo

los cinco del bernabeu

De izda a dcha: Luis, Máximo, Daniel, Raticosdefútbol y Cesar