ESTAMOS BIEN, GRACIAS.

Atletico de Madrid 0 – Manchester City 0

Partido de vuelta de la Champions League, 13-4-2022

Vivir es una guerra constante, más o menos violenta, por buscar nuestro lugar en la vida. Si vives por encima de lo que puedes manejar con comodidad, en el trabajo, en el amor, en la amistad, en las aficiones…, la fatiga acabará desfondándote. El síndrome del impostor caerá sobre ti repetidamente, como la piedra de Sísifo. Si vives por debajo de lo que puedes ofrecer, en el trabajo, en el amor, en la amistad, en las aficiones…, en todo, aunque camines escondiéndote, la insatisfacción te estará esperando. Allí, en un sofá desteñido en una tarde de domingo, o en un paseo frente al mar, como una mina enterrada bajo tierra, la insatisfacción te hará estallar en mil pedazos. En esa guerra vivimos, buscando las coordenadas donde vivir satisfechos con lo que somos y con lo que hacemos. Ese punto del mapa anímico donde no existe la angustia por nunca tener suficiente, ni tampoco aparece la desidia por progresar. Los equipos de fútbol tienen la misma guerra que tú y que yo. La guerra por vivir satisfechos. La guerra de los mil millones de días.

Me he despertado tres veces durante la noche. A la tercera, la luz del día ya ilumina tenuemente la cortina blanca. Se escucha algún coche por la calle. Probablemente gente que empieza a ir al trabajo. No dejo que suene el despertador. Casi siempre me pasa cuando viajo. Me ducho, dejo una nota con besos a mi mujer y a mi hija, y salgo caminando hacia la parada del autobús. Entro en la cafetería de al lado para confirmar que el bus hacia Murcia sale a las 7:30.

Sí, a las 7:30, pero últimamente me despista un poco— me dice una señora mientras vacía una carga de café a golpes. Le pido un cortado mientras miro de reojo un bizcocho que tiene pinta de ser casero. Ponga también un trocico de este bizcocho, pero poco, que por la mañana temprano tengo el estomago cerrado— pido señalando con el dedo. A mí me pasa lo mismo— me dice la señora. Entonces me explica su rutina de las mañanas, lo que desayuna, sus horarios, con esa naturalidad tan del sur, confundiéndose la barra del bar con la cocina de cualquier hogar.

El bus, con suspense, aparece por la parada de San Javier a las 7:40. Llego a Murcia con tiempo de sobra para caminar desde la estación de autobuses hasta el punto de recogida del otro autobús, el fletado por las peñas atléticas de Lorca, Águilas y Murcia para ir a ver la vuelta de los cuartos de final de la Champions league. El Atlético de Madrid perdió 1-0 contra el Manchester City en el partido de ida. Hubo mucha polémica por el planteamiento defensivo del Atlético, pero lo cierto es que, desde un punto de vista práctico, no era un mal resultado. Sin el valor doble de los goles fuera de casa, la eliminatoria era un partido de 180 minutos en el que los últimos 90 se jugaban en el Wanda Metropolitano. Una parte de la prensa y algunos personajes influyentes en redes sociales fueron excesivamente agresivos con el juego del Atlético. Algún periodista en un cuarto sombrío, sentado en un sillón oscuro, acariciaba su gatito mientras reía a carcajadas por haber puesto en boca de Guardiola algo que Guardiola no había dicho: que el juego del Atlético de Madrid era prehistórico. El debate de los estilos aburre. El fútbol es bello en multitud de formas. Se puede disfrutar de una jugada al primer toque y de un patadón hacia el infinito para tomar oxígeno. A todo el mundo le agrada una jugada de fantasía que acabe en gol por la escuadra. Pero si hay que elegir, nos quedamos con ganar. A veces dudo si los que tanto critican el estilo jugaron al fútbol alguna vez en su vida. Si nunca simularon un calambre aterrorizados por la posibilidad de morir en la orilla.

El autobús, que salió de Lorca a las 8 de la mañana, llega a Murcia a las 9 a una rotonda donde espero junto a miembros de la peña atlética Bar de Moe. El primero en bajarse del bus es Felipe, un viejo conocido de la final de Europa League de Lyon. Dentro del autobús reconozco a otros miembros de la peña de Lorca. Me han guardado un sitio junto a Alejandro, también conocido de aquella final de Lyon. Conversamos mientras sostenemos un libro cada uno. El mío, en libro electrónico, es “Saber perder”, de David Trueba. Él lee “Un camino sin atajos”, de Alejandro Rocamora. Un libro sobre el suicidio que le sirve para su trabajo como psicólogo clínico. Alejandro me comenta un fragmento del libro sobre los dos sentimientos básicos que, según Spinoza (filósofo del siglo XVII), habitan en el ser humano: el miedo y la esperanza. Si el miedo gana, el ser humano se hace pequeño— se lee en el libro. Es posible que en el Etihad Stadium el miedo ganara al Atlético, haciéndolo más pequeño de lo que es. Pero quedaba la esperanza. En ese tránsito desde el miedo hacia la esperanza, un puente estrecho e inestable, acudíamos al Wanda Metropolitano.

A mitad del camino paramos para almorzar en un bar de carretera de Honrubia, un pueblo de la provincia de Cuenca. Los pasajeros del autobús nos plantamos en bloque alto, pegados a la barra, presionando en la salida de bocadillos. Los camareros del bar, en línea de cinco, salieron de la presión en 15 minutos con gran profesionalidad. Los bocadillos eran generosos. Llevaban demasiado pan para mi gusto, por lo que pedí una tortilla de jamón y un quinto de cerveza. La tortilla fue servida en plato junto a una cesta de pan. Buenísimo el pan. La cesta llevaba más o menos el mismo pan que llevaban los bocadillos. Acabo con la tortilla y con todo el pan de la cesta. Así que se puede decir que tomé un bocadillo de tortilla deconstruido. Antes de que pudiera desenfundar la cartera ya me habían pagado el almuerzo.

Ya se ve el Wanda en el horizonte. Un diseño futurista de techos blancos ondulados. Aquí, antes, solo había un bar y un puticlub— me informan. Ahora, la zona que rodea del Wanda metropolitano es una barriada de edificios de reciente construcción. Una de las avenidas principales del barrio se llama Avenida de Luis Aragonés. Los bares han florecido alrededor del Wanda en los últimos años. Algunos, como Panenkita, con guiños claros a la clientela futbolera. El grupo se dispersa. Alejandro, Paco y Antonio me invitan a unirme a ellos para comer. Si quieres comer bien vente con nosotros, no seas tonto— me dice Paco.

Para poder orinar nos tomamos una cerveza en la terraza del bar Las Musas. La cerveza que entra por la que sale, más o menos. Las Musas tiene decoración rojiblanca y un cartel sobre una ventanilla que dice “Partido a partido”. Subimos por la calle Niza hasta el restaurante O camiño. Paco no me engañó. De entrantes, calamares y alcachofas deliciosamente cocinadas. De platos principales, al centro de la mesa, carne de vaca rubia gallega y un rodaballo. A la mesa se unió Borja, hermano de Alejandro, que venía desde Valencia. Antonio, a mi derecha, conversa pero también observa. Detectó que el comedor estaba lleno de aficionados atléticos y nos sorprendió a todos poniéndose de pie para orquestar unos Aupa Atleti.

Para digerir la vaca rubia caminamos por el barrio. Pasamos por un par de parques invadidos por atléticos jóvenes haciendo botellón. Llegamos al bar Volapié para rematar el proceso de digestión de la vaca con un gin-tonic. Allí llega Faustino, que conoció a Paco por azar en un viaje a Egipto. El atlético les unió. Borja y yo nos adelantamos a ver la llegada del autobús del Atleti.

Entre las bengalas y el gentío no vemos el bus pasar, pero la sensación es que ese recibimiento es un primer paso en la senda de la remontada. En medio de unas escaleras que suben hacia las puertas de entrada al Wanda hay un señor, ya anciano, con un cartel que dice Russia War Crimes por un lado, y STOP Putin por el otro. Lo observo durante unos segundos. Nadie le hace caso. Miran el cartel desde lejos y al pasar por su lado apartan la mirada. ¿De dónde es usted? Yo soy ciudadano del mundo— me contesta. Me despido diciéndole que me parece fantástico lo que está haciendo, y que da gusto encontrar gente activista como él. Me responde asintiendo con un leve movimiento de barbilla.

En la tienda del Atleti, junto al estadio, Manolo, otro lorquino del comando Lyon, generosamente me deja su pase de abonado a cambio de mi entrada, situada algo más arriba, en el anillo superior al que llaman la peineta. De ahí viene el nombre popular del estadio olímpico, La Peineta, que tras recibir tres calabazas en candidaturas olímpicas fue comprado por el Atlético de Madrid para transformarlo en el Wanda Metropolitano.

El Wanda es precioso por dentro. No soy muy fan de las megafonías ni de los juegos de luces en los estadios, pero minutos antes de salir los equipos suena el Thunderstruck de AC/DC y reconozco algo de erizamiento de bello en los antebrazos. Justo antes de la salida de los jugadores se cantó el himno del Atleti a capela mientras se desplegaba un tifo en la grada lateral de enfrente donde se leía “Orgullo. Pasión. Sentimiento.” El protocolo de apertura de partido se cerró con una pitada al himno de la Champions enviando un mensaje de disconformidad hacia la UEFA.

Desde el principio del partido el Atleti juega a otra cosa diferente a la del partido de ida en Manchester. El juego no es para tirar cohetes, pero se van ganando balones divididos y el equipo tiene más profundidad. Por primera vez en la eliminatoria se percibe que la roca del Manchester City se puede erosionar. Foden vuelve a aparecer para dejar un balón a Gundogan que este envía al poste. Ojo que el martilleo atlético a la roca podría provocar un desprendimiento que termine por aplastarnos. En la segunda parte, unos disparos de Griezmann y de De Paul sueltan esquirlas de la roca azul celeste. ¿Dará tiempo a pasar al otro lado de la roca? Un remate de Cunha en el minuto 85, tras una dejada de pecho de Correa, hace aparecer la luz al otro lado. Hay un agujero. Hay que seguir martilleando. El City pierde tiempo. El City también pierde el balón. El estilo se va a la mierda y solo importa ganar. Solo importa superar la eliminatoria. Felipe pierde el control con una patada a destiempo y es expulsado. El partido se eterniza. Hay nueve minutos de alargue que se convierten en doce. Correa, tras una jugada de Suárez, vuelve a tener otra clara ocasión de gol. El corazón lleva más de un cuarto de hora encogido, bombeando lo justo a la espera del gol. A la espera de una gran explosión que convierta la roca en polvo. Pero llega el pitido final y nos quedamos preguntándonos por qué no se empezó a martillear antes. Preguntándonos si no dimos demasiada cancha al miedo en detrimento de la esperanza.

Los jugadores del Atlético caen al suelo derrotados mientras que los del City hacen una piña de abrazos. Y entonces el Wanda Metropolitano comenzó a cantar. Primero el himno, después el “Orgullosos de nuestros jugadores”, después el

“Muchaaachos, hoy viajamos juntos otra vezzzzz.

Enamorado del Atletiiii, no lo puedes entender”.

Y otra. Y otra más. Y así, tras la derrota, unas 60.000 personas cantaron durante más de diez minutos. 60.000 personas que entendieron que no siempre se puede ser el mejor y que se contentaban con haberlo intentado con coraje y corazón. Una batalla ganada en la guerra por vivir satisfechos. Eliminados en cuartos de final de la Champions, pero seguimos cantando. Estamos bien, gracias.

De regreso a Murcia, pasadas las dos de la madrugada, volvimos a parar en el mismo bar de Honrubia. Esta vez no caigo en el error de deconstruir absurdamente el bocadillo. Hambriento y medio dormido, mordisqueo media barra de pan rellena con lomo en adobo. Felipe me ve y desde el otro lado del bar me dice— Julián, vente para acá hombre. Me siento con ellos y comentamos el partido. Ginés interviene en la conversación para decir algo así como que hay que ganar la Champions de una vez para llevar la copa orejona a la Plaza de Neptuno, celebrar el triunfo, y luego tirar la copa al río. Ginés descifró las claves de esta guerra. No hay nada más absurdo que pretender continuamente ser más de lo que somos. Si llega el éxito se celebra, pero hay que regresar a la trinchera antes de que la ansiedad por tenerlo todo nos haga prisioneros.

@raticosdefutbol