ANFIELD: Liverpool y la decadencia (por Queco)

Liverpool 0 – West Ham United 0 (2012)

PARTE 1. La Previa

Si miráis las franjas de edad que se establecen en cualquier encuesta, ya sea del CIS, la EPA o cualquier otro sondeo sobre cosas serias o no tan serias, el límite que se determina para considerar a una persona “joven” -o incluso “joven adulto”- son los 34 años. Los que tenemos 35 o más entramos en la siguiente categoría, a la que en ocasiones se denomina “adultos” y en otras ni siquiera se denomina, lo que resulta más humillante si cabe. Llegada esta situación, un hombre debe someterse a alguna prueba para reivindicar su lozanía. Lo contrario significa aceptar que uno es un viejuno y, en consecuencia, arriesgarse a caer en la infame enfermedad del ‘running’.

Ante esta tesitura, no quedaba otra que convocar una reunión de urgencia con el núcleo duro de ‘fuckers’ (cada uno tiene el suyo, o debería tenerlo) con el fin de promover una acción que demostrase, a uno mismo y a los demás, que aún se está en edad de merecer. Sin especificar qué o a quién mereceríamos. Las alternativas más recurridas serían montar un equipo de fútbol o planear una fiesta muy salvaje en algún local de ambiente juvenil. 

Como quiera que la primera opción ya la emprendimos, con notabilísimo éxito, y la segunda tenía demasiados números de fracasar —y de que alguien nos descubriera haciendo el pena—, decidimos tomar un camino intermedio: irnos de fiesta a una ciudad europea con la excusa de ver un partido de fútbol. La ciudad escogida fue Liverpool, y en la expedición figuraba la élite      del ‘fuckerismo’ ilustrado: Borja Rius, José Luis Palomo, Sergi Pérez y un servidor. Lo de ilustrado es porque sólo cultivamos la faceta teórica; la práctica, entre poco y nada.

Liverpool no fue una elección tomada a la ligera. Según mi Gmail, la primera referencia a un eventual ‘Lads Only’ con destino Liverpool data de agosto de 2007. Por circunstancias de la vida, la cosa se demoró hasta enero de 2013, cuando nos marcamos como objetivo ineludible del nuevo año hacer una escapada futbolístico-festiva. Los impulsores de la iniciativa fueron Pelut (justo un año después sabríamos por qué) y Borja, por entonces el único “hombre libre” del equipo. Pelut celebró la decisión con el ímpetu que le caracteriza(ba): “Vamoooooooooooos! Això no hi ha qui ho pari. Gooooooooooool de Ian Rush!”. Las expectativas eran altas.

Un inciso para situar al lector en lo que era el Liverpool de la temporada 2012/2013. A principios de abril de 2013, los ‘reds’ deambulaban por las posiciones post-Intertoto de la tabla, sin opciones no solo de título sino ni siquiera de entrar en plazas europeas. Entrenados por Brendan Rogers, que venía de hacerlo bien en el Swansea galés, no jugaban un pimiento, incluso para los estándares de la Premier de aquella época. La estrella era Luis Suárez, que ese mismo mes sería sancionado con diez partidos por morderle la oreja al defensa serbio del Chelsea Branislav Ivanovic. Al año siguiente repetiría gesta en el Mundial (la víctima sería Giorgio Chiellini). Como premio -por eso y por meter 31 goles en 33 partidos en la Premier del 13/14- ficharía por el Barça.

En esa temporada 13/14, la siguiente a nuestra visita, el Liverpool estuvo a punto de ganar la Premier por primera vez en casi 30 años. Lo impidió el famoso e infausto resbalón de Steven Gerrard ante Demba Ba. Pero el Liverpool que nosotros vimos era un equipo en decadencia. En aquella plantilla daban sus últimos coletazos leyendas del club como Jamie Carragher (34 años entonces) o el propio Gerrard (32). Ese año ficharon al entonces prometedor veinteañero Philippe Coutinho. También formaban parte de la plantilla, aunque participaban muy poco, unos jovencísimos Raheem Sterling (17) y el español Suso (18). En cambio, eran titulares indiscutibles Pepe Reina y José Enrique, un tronquito que hizo carrera en Anfield después de pasar sin pena ni gloria por Valencia, Celta de Vigo y Villarreal.

El partido al que nos tocó en suerte acudir (el único que nos cuadraba por fechas y por disponibilidad de entradas) fue un Liverpool-West Ham. El proceso para conseguir los tickets, los hoteles y los vuelos fue bastante desastroso. El West Ham no era a priori un rival atractivo. Sólo tenía un jugador con algo de clase, el volante ofensivo Kevin Nolan. Los goles los metía Carlton Cole, un ñordo de 1,90 salido de la cantera del Chelsea. Aun así, las entradas fueron carísimas, y además el hotel estaba lejos de todo menos del aeropuerto.

Pero nada de eso nos desanimó. Para finales de febrero ya teníamos el pack comprado. El 6 y 7 de abril de 2013, García, Rius, Pérez y Palomo recuperarían el orgullo español que se hundió con la flota de la ‘Armada Invencible’. El ‘stage’ del mes de marzo consistió en unas suaves sesiones de calentamiento que nos servirían de aclimatación: cambiar los gintonics y los caciques por pintas, espiar la webcam de Mathew Street (la calle con más ambiente de la ciudad, donde se encuentran algunos de los pubs más populares, como The Cavern, donde empezaron a tocar The Beatles) y planear la visita vía correo electrónico.

La estrategia para el partido del sábado (que era el importante, porque el domingo íbamos a Anfield) estaba clara. Teníamos cuatro piezas sobre el terreno de juego: uno sería el iniciador, el que empezaba a construir la jugada; el siguiente en entrar al juego era el distribuidor, el que decidía cuál era el flanco más débil del rival y con qué peón podíamos atacar; después llegaba el turno del asistente, cuyo rol era darle continuidad al juego y dejarle el gol en bandeja al último hombre, el finalizador. Menos este último jugador, que era fijo por cuestiones contractuales, los demás se podían ir intercambiando los papeles.

Como lema del viaje se escogió toda una declaración de intenciones: “Lo que pasa en Anfield, se queda en Anfield”. En el ‘impasse’, este eslogan fue descubierto por mi mujer, que ha tenido siempre la malísima y muy nociva costumbre de leer mis conversaciones privadas, sea cual sea el entorno digital en el que se desarrollen; afortunadamente, la situación no desembocó en un cisma conyugal, puesto que a la madre de mis hijos no parece que le impresionen mis cualidades de ‘fucker’.

PARTE 2. El partido

Como me suele ocurrir siempre que se avecina un evento lúdico-festivo, el día anterior al viaje me puse enfermísimo. Por la emoción. Tuve fiebre muy alta toda la noche y me levanté con las sábanas empapadas y muy mal cuerpo. Si hubiese sido día laborable, ni de coña me levanto para ir a trabajar, pero era sábado y nos íbamos a Liverpool. Había que ser profesional.

Volamos con Ryanair, experiencia que desaconsejo vivamente, aunque en esta ocasión no tuvimos problemas. El aeropuerto John Lennon de Liverpool es pequeño y sencillo, de apenas un par de plantas. Está a unos 10 km de la ciudad, distancia que se puede recorrer en bus o taxi. No vi que hubiese ninguna línea de tren, y si la hubiere no creo que merezca la pena usarla.

Nuestro hotel (Holiday Inn Express, nada de particular) estaba a apenas un kilómetro del aeropuerto, así que fuimos andando. Me tocó compartir habitación con el ‘figaflor’ de Palomo, que estuvo todo el fin de semana mirándome como si fuera un caminante de ‘The Walking Dead’ y manteniendo las distancias para que no le contagiase la gripe. Llegamos pasado el mediodía, así que el plan era cambiarse e ir a la ciudad a comer. Después nos emborracharíamos hasta que las fuerzas nos abandonasen.

En el ‘hall’ del hotel, mientras esperábamos el taxi, apreciamos que todos los huéspedes estaban muy atentos ante la pantalla del televisor, donde transmitían una carrera de caballos (tag ‘turf’ en Teledeporte). Preguntamos y nos dijeron que era el Grand National, la competición más importante del año, a la que asisten en directo unas 70.000 personas y que siguen por televisión más de 500 millones en todo el mundo. O eso dice la Wikipedia. En cualquier caso, la ciudad iba a estar a petar.

Aprovechando que estaba enfermo, me pedí el asiento del copiloto en el taxi, lo que me permitió llevar las riendas de la muy poco fluida conversación que mantuvimos con el taxista. El conductor cumplía perfectamente con el estereotipo que uno tiene de un habitante de Liverpool. Esto es: choni con chándal, tez blanca, bisutería chunga y pocos registros de conversación más allá del Liverpool FC y las slappers (que por otra parte era lo único que nos interesaba). Además, en Liverpool se habla un inglés con un acento muy acusado (parecido al de los escoceses o al de los irlandeses del Ulster) y se abusa del ‘slang’ (lenguaje coloquial), así que la charla fue poco productiva.

El taxi nos dejó en el centro comercial Liverpool One, en pleno centro de la ciudad. Comimos unas hamburguesas en uno de los establecimientos que mejor pinta tenía: Gourmet Burger Kitchen. Error. Lo único bueno que tenía era la ubicación, con una terraza con vistas al parque exterior del centro comercial. Las hamburguesas no estaban mal, pero la broma nos salió carísima. Personalmente, cuando voy al Reino Unido soy partidario de ir a lo más fácil y seguro (que no bueno) en cuestión de hostelería y alimentación: McDonald’s. Es poco glamuroso pero efectivo, barato y rápido.

Tras las hamburguesas, iniciamos un ‘tour’ de reconocimiento por las calles de alrededor. Andamos por un par de calles peatonales, creo que Lord St y Paradise St. Siguiendo esta última hacia el norte llegamos al meollo de la cuestión, Matthew St y alrededores. Matthew St es la calle de ‘The Cavern’. Es una avenida corta (no más de 500 metros) y estrecha, llena de bares y discotecas. En general, bastante cutres. Vendría a ser la calle Escudellers de Liverpool. 

Aún no era ni media tarde, pero ya había cierto ambiente por la zona. Aprendimos que el día del Grand National es tradición que los asistentes se vistan con sus mejores galas, lo que en el caso de los ingleses es sinónimo del horror. Desde Aintree (el hipódromo donde se celebra el Grand National) llegaban hordas de pobladores autóctonos, en general de aspecto y condición harto desapacible: ellas, un sinfín de vacaburras gritonas y emperifolladas, con nulo sentido del gusto y la feminidad; ellos, una manada de quinquis desaliñados, ataviados en el mejor de los casos de trajes horribles, muchos de ellos coloridos (azul cielo, granate, plateado y otras infamias cromáticas). Por supuesto, todos ya alcoholizados o camino de ello. Había honrosas excepciones, difícilmente apreciables entre el jaleo dominante.

Afortunadamente, el olfato español de Palomo descubrió una Ñ en el rótulo de un local cercano y hacia allí nos dirigimos. Resultó ser un local decente: La Viña. Había vino y jamón, pero a precio de champán francés y caviar, así que nos pedimos pintas. Pudimos hablar en la lengua del imperio con parte del personal, originario de la madre patria. Nos explicaron que más nos valía alejarnos de esa zona hasta entrada la noche. Les pedimos que nos recomendaran algún pub especial y nos mandaron al que, según les habían dicho, es el más antiguo de la ciudad (aunque Google no dice lo mismo): The Philharmonic Dining Rooms, en Hope St.

Aunque nos quedaba un poco lejos, fuimos paseando: Lord St– Church St–Duke St, hasta llegar a las inmediaciones de la catedral de Liverpool. ‘The Philharmonic’ resultó ser un sitio muy chulo, amplio y espacioso, con varios salones privados, sofás, amplios ventanales, decoración abigarrada, etc. Un lugar que merece la pena visitar. Eso sí, la media de edad es similar a la de los corrillos que examinan las obras de la Línea 9. Allí cayeron algunas pintas, que sumadas a las anteriores y a las pastillas que llevaba en el cuerpo para paliar la fiebre conformaron un cóctel que me empezó a pasar factura. A partir de ahí, la noche transcurrió en una nebulosa.

Recuerdo que comimos alguna cosa infecta en una especie de pub cercano, que olisqueamos las discotecas de los alrededores de la catedral y que acabamos volviendo a Matthew St. Hicimos una parada previa en un tugurio, donde Sergi se abrazó con la línea delantera de algún equipo de rugby. Al salir, la calle era un hervidero de borrachos. Fuimos directamente a la cola del mítico The Cavern. Actualmente está ubicado en un espacio contiguo al del local original, pero conserva algunas reminiscencias de su glorioso pasado: piedras con los nombres de los grupos que pasaron por allí, fotos, instrumentos, pósteres, etc. 

Estuvimos allí un par de horas. Ese día se celebraba una especie de Anti-Karaoke. Gente que parecía ser parte del público salía a cantar versiones de los Beatles. Lo hacían tan bien que cuesta creer que no se dedicaran a eso. Conocimos a Elvis y charlamos con él un buen rato. Un par de pintas después yo ya estaba KO. El resto de la expedición apuró sus opciones, pero las expectativas eran mínimas, así que acabamos cogiendo un taxi de vuelta al hotel todos juntos. Al día siguiente, antes de la hora de comer, nos esperaba Anfield.

PARTE 3. Anfield

Uno de los sueños de cualquier aficionado al fútbol es asistir en directo a un partido en un campo mítico, ya sea por su historia o por la atmósfera especial que se crea en el estadio. Solo un puñado de sitios en todo el mundo conjugan ambas cosas: La Bombonera y La Monumental en Buenos Aires; Maracaná, en Río de Janeiro; el Celtic Park en un ‘Old Firm’; el Santiago Bernabéu y el Camp Nou cuando el encuentro no da respiro para comer pipas; algunos que ya no existen, o donde cualquier tiempo pasado fue mejor, como Highbury, San Mamés, el Estadio Azteca o San Siro; y por supuesto, Anfield.

El estadio del Liverpool F.C. es sin lugar a dudas uno de los nombres ineludibles en una lista de estadios legendarios. En mayor o en menor medida, todos los futboleros tenemos grabados en la retina decenas de instantes relacionados con el Liverpool y con Anfield. Estos son ‘momentazos’ que se me ocurren cuando escribo estas líneas. Los listo sin orden cronológico ni de ningún otro tipo:

— Bigotes míticos: Ian Rush, Bruce Grobbelaar, Graeme Souness y John Aldridge (este último, con un bigote que a veces era bigote y a veces no, rollo ‘Ansar’).

— El pelazo de Kevin Keegan

The Kop cantando ‘You’ll never walk alone’ con las bufandas en alto. Gallina de piel.

— Gol de cabeza de John Toshack a centro de Kevin Keegan (pelazo) en un campo que es un patatal

— Gol de Ian Rush a pase de Kenny Dalglish.

— Gol de Ian Rush a centro de John Barnes desde la izquierda. A Barnes le ha filtrado el pase Peter Beardsley, que corría encorvado como Roura y Víctor Muñoz.

— Gol de John Aldridge a centro de John Barnes. Aldridge celebra el gol alzando su brazo derecho y haciendo pasitos muy cortos. Siempre corría haciendo pasitos muy cortos.

— Heysel y Hillsborough.

– Jan Molby cuando aún no se había comido a Jan Molby recuperando el balón en su propia área, recorriendo todo el campo con la pelota cosida al pie y metiendo un golazo por la escuadra contra el Manchester United, que vestía de blanco.

Robbie Fowler simulando que se hace una raya con la línea de fondo en la celebración de un gol de penalti.

Bruce Grobbelaar muerde las redes de la portería como si comiera spaghetti en la tanda de penaltis de una final de la Copa de Europa contra la Roma. Bruno Conti falla el penalti; en el siguiente penal, Grobbelaar sigue haciendo payasadas, incluidos aspavientos tipo Duckadam (Steaua); el italiano que tira también falla y el Liverpool es campeón.

— Grobbelaar increpando totalmente enajenado, hasta el punto de pegarle un guantazo, a su propio compañero de equipo Steve McManaman (muy joven) después de recibir un gol que era más cagada suya que de McManaman.

— Jason McAteer. No me acuerdo si era bueno o malo, ni de qué cara tenía, ni de si llevaba bigote. Sólo me acuerdo de su nombre. Un nombre molón: Jason McAteer.

— Rondo de dos minutos durante los cuales el Liverpool no llega a tocar la bola que acaba en gol de Overmars a pase de Xavi

— Gol de McAllister de penalti que elimina al Barça de la Champions (o de la UEFA).

— 4-0 al Madrid con un gol de Torres y dos de Gerrard días después de que el entonces presidente del Real Madrid, Vicente Boluda dijese: “allí los vamos a chorrear”.

Con nuestra visita a Anfield pasó lo que suele pasar cuando has imaginado demasiadas veces cómo será una experiencia determinada. Los sueños, sueños son, y las vivencias reales raramente suceden del modo esperado. En general, nuestro día en Anfield fue una decepción mayúscula (al menos para mí, no estoy seguro qué pensarían los demás).

El partido era pronto, creo que a las 13.45. Nos levantamos un poco antes de la hora límite de cierre del ‘self-service’ del hotel y dimos cuenta del siempre infecto ‘british breakfast’. Preparamos las maletas, pedimos un taxi y fuimos directos al estadio. Faltaban tres o cuatro horas para el partido.

Las inmediaciones del estadio de Anfield conforman un paisaje bastante decadente. El barrio podría servir como escenario de cualquier película de Ken Loach: callejones desiertos, algunos de ellos inaccesibles o delimitados por vallas; edificios tapiados o semiabandonados; casas unifamiliares monocromáticas con jardines descuidados; vehículos y otros artilugios mecánicos destartalados o a medio desguazar; casas de apuestas y pubs cada cien metros; puestos de fish&chips de dudosa salubridad; ‘chandalismo’ a tutiplén; etcétera.

Pronto nos dimos cuenta que no tenía mucho sentido pasear por allí, así que accedimos a Anfield en cuanto abrieron las puertas del estadio. Había gente esperando para hacer un ‘tour’ por el museo. Nosotros, por cuestiones de presupuesto, nos conformamos con subir las escaleras de acceso al museo, visitar la tienda y hacernos unas fotos frente a la estatua que conmemora a los 96 fallecidos en Hillsborough.

Como aún faltaban un par de horas para el ‘match’, fuimos a uno de los pubs cercanos a tomar unas pintas. A medida que se acercaba la hora del partido se fue ambientando el local, pero la atmósfera tampoco era extraordinaria. El Liverpool no se jugaba nada en el partido, estaba haciendo una temporada nefasta y el rival (West Ham United) era mediocre.

Una media hora antes del partido, entramos al campo. Me sorprendió encontrarme con unas instalaciones bastante vetustas. Los tornos para acceder a la grada eran muy estrechos, no aptos para la masa corporal del aficionado británico medio. Los pasillos también me parecieron angostos, más parecidos a los de Mini Estadi que a los del Camp Nou. En general, Anfield no es un estadio que destaque por su comodidad. Los asientos -por supuesto, rojos- son de madera, como los de los antiguos cines al aire libre, y la separación entre ellos es prácticamente inexistente.

El momento de asomar por la boca de acceso a las gradas era uno de los más esperados. No decepcionó, pero tampoco fue algo mágico, como había imaginado. El ambiente en el campo era un poco desangelado. Había poca gente, escaso colorido y nadie cantaba. La ubicación era buena: lateral, cerca de uno de los córners del gol donde se ubicaba la afición local. The Kop quedaba en la otra punta del campo.

Del partido no hay casi nada que decir. Fue aburridísimo. El resultado fue 0-0, y prácticamente no hubo ocasiones de gol. Lo mejor fueron los cinco minutos previos al pitido inicial, en los que se guardó un minuto de silencio por las víctimas de Hillsborough y se cantó el ‘You’ll never walk alone’. A partir de ese momento, sólo se escucharon a los 500 aficionados del West Ham. Uno de sus cánticos se pitorreaba de la afición local tal que así: “Shhhhhhh… Where is your famous, where is your famous, where is your famous atmosphere?”.

Para que os hagáis una idea de la turra que tuvimos que soportar baste con reseñar que el mejor jugador sobre el campo fue Lucas Leiva, un mediocentro distribuidor que lo único que ha repartido durante toda su carrera han sido patadas en las espinillas de los rivales. Coutinho y Suárez ni la olieron (años después me tragaría decenas de actuaciones parecidas a esa en el Camp Nou). Aquel equipo no tenía nada que ver con el que ha dominado Inglaterra y Europa en buena parte del último lustro. Sólo sobrevive Henderson.

Tras la decepción del partido me subió otra vez la fiebre. Tardamos muchísimo en encontrar un modo de regresar al centro de la ciudad. Al final cogimos un bus en las puertas del estadio que nos llevó a la estación central, justo enfrente de los muelles. Allí cogimos un taxi hacia el hotel para recoger las maletas antes de ir al aeropuerto. Estaba KO. Lo único que recuerdo a partir de entonces es que me entraron ganas de hostiar a Palomo porque se puso pesadísimo discutiendo sobre el presupuesto de las secciones de baloncesto del Barça y el Madrid.

Y como diría Forrest, esto es todo lo que tengo que decir sobre este viaje. A pesar de todo (la fiebre, las incomodidades, la mierda de partido, etc.) fue una experiencia muy bonita que algún día espero repetir en otra ciudad, en otro estadio y con los mismos amigos.

@queco

NOTA: Este ratico es una adaptación de un texto publicado por Queco en el blog de viajes Habibi (http://viatgeshabibi.blogspot.com) de Borja Rius (@borjarius)