Llevo como tres años sin escribir un ratico de fútbol. La desgana, el pensar que siempre hay algo más importante que hacer, me ha llevado a encerrar en el armario mi gozo por escribir raticos de fútbol. Ayer, 25 de noviembre de 2025, Toñi, la esposa de mi amigo Alfonso Morillas, me llamó para decirme que Alfonso había fallecido. En la primavera de 2025 nos íbamos a ver en la presentación de su último libro, pero canceló el evento porque no se encontraba bien. Fue al médico y le vieron un cáncer de pulmón bien cabrón que se lo llevó en pocos meses. Alfonso ha sido el mejor regalo que me han dado las redes sociales. Conocido en ese mundo virtual como @futbolclubdelectura, desde el primer día que lo conocí me enriqueció con su cultura, su amor genuino por el fútbol, y una humildad de una pureza de las que ya no se encuentra. Acabo de subir a un tren en Barcelona con destino Madrid. Tengo algo más de tres horas por delante y las voy a dedicar a escribir un ratico de fútbol que viví hace un par de semanas en Nápoles. Alfonso, maestro, amigo, este ratico va por ti. Vuelvo a escribir por ti y en tu memoria. Gracias.
Nada más salir de la estación Garibaldi me enfrento a un paso de cebra. Arrastro una maleta pequeña y cargo una mochila. Por mi derecha avanzan cuatro o cinco motos a una velocidad que me parece excesiva. Dudo si cruzar o dejarlos pasar, pero veo —intuyo— un leve movimiento en el mentón del motorista que lidera el grupo. Interpreto que quiere decirme que sí, que cruce. En acto reflejo doy un paso adelante, y otro, y otro más, y las motos reducen la velocidad permitiéndome cruzar al otro lado de la calle. No llevo ni diez minutos en suelo napolitano y ya me han repasado la lección. En Nápoles hay unas normas escritas mientras otras, igualmente aceptadas, no aparecen en ningún documento. Se intuyen, se huelen, se interpretan, se aceptan. Las camisetas falsas del Nápoles cuestan 10 euros en toda la ciudad (compré tres). Probablemente sea ilícito vender esas camisetas no oficiales, pero si las vendes, no puedes cobrar ni 9 ni 11. Hay un cierto orden dentro del desorden. Eso es Nápoles. Un honor dentro del deshonor. Reglas que se han consolidado en la calle durante el paso de los siglos. Cuentan los historiadores que cuando el Reino de Nápoles fue español, allá por los siglos XVI y XVII, los monarcas borbónicos no pusieron mucho interés en crear un estado estructurado, dejando la organización en manos de los locales. De ahí cuentan que salió la camorra napolitana, igual de difusa que la mafia siciliana, pero aún menos jerarquizada. Cuando la historia les puso un estado y unas leyes como Dios manda, en la calle ya legislaban los camorristi a su manera. Esto perdura en el tiempo como un legado cultural tan interesante como, a veces, exasperante.
Por la tarde veré un Nápoles – Como en la Curva B, anillo inferior, en el estadio Diego Armando Maradona. El estadio se llamó San Paolo hasta 2020, año en el que falleció Maradona. El cambio de nombre se aprobó por unanimidad en el gobierno local, ya que el estadio es municipal. Nadie dudó de que, en términos de santidad, Maradona era más que San Pablo de Tarso. En realidad, Diego es una deidad en Nápoles. Llegó al Nápoles (Società Sportiva Calcio Napoli) como caído del cielo para, en seis años (1984-1990) hacerle ganar dos ligas, una copa de la UEFA y una copa de Italia. Un personaje como Maradona, que honraba el juego y deshonraba la vida ordenada, ¿dónde mejor iba a cuadrar que en la ciudad donde el honor crece como una flor en el estercolero del deshonor?
Tengo varias horas para pasear por Nápoles antes del partido. Me dejo caer hacia el centro caminando por una avenida que nace en la estación Garibaldi. Una salumeria —una charcutería, pero con café y alguna mesita— llama mi atención. Me siento para comerme un panini special de mortadella — se lee mortadela artigianalle, stracciatella di bufala, scorza de limone, y crumble de pistacchio— que me cae dando besitos al estómago.


Continúo callejeando por el ruido por defecto, por el caos dinámico de Nápoles. En un cruce de caminos, en calle spaccanapoli, la música suena fuerte en un par de bares abiertos hacia la calle donde un grupo de gente baila, canta y bebe. No son ni las doce del mediodía. Mañaneo napolitano. Allí mismo, en un callejón, me encuentro un mural de Maradona donde se lee D1OS. Hago una breve cola para tomarme una foto con el mural del fondo. Esa pequeña cola se convierte en un reguero de gente subiendo por la calle estrecha del Quartieri Spagnoli que lleva a la placita donde un mural de Maradona ocupa el lateral de un pequeño edificio. Debajo de su imagen hay un pequeño altar con velas, y en el suelo ofrendas a modo de bufandas y camisetas de distintos equipos. Nadie toca nada, como nadie tocaría nada en una catedral. Con los templos y las deidades, mejor ser cauto por si acaso.


Maradona está por todos lados. No es posible dar más de 20 pasos sin encontrar una referencia a él. ¿Cómo pudo una persona, con más claroscuros que Caravaggio, calar tan hondo en las gentes? No solo en Nápoles, también en Argentina —en ambos lugares fue sancionado por dar positivo por drogas—, también en cualquier lugar del mundo. Quizás porque la vida no es una línea. La vida son curvas, averías, pinchazos, subidas y bajadas. Motores que se calientan y te hacen parar en la cuneta. La vida es salirse de la carretera y no saber cómo ni cuando volverás a circular. La vida es Maradona. Por eso la gente se abraza a la memoria del Diego, para reconfortarse pensando que salirse de la línea no debe ser una losa tan pesada como para no disfrutar del camino —como lo disfrutó Diego—, ni un impedimento para ser respetado y querido — como lo fue Diego—.



Entro a la Pizzería Giuliano con más curiosidad que hambre. Quiero probar la renombrada pizza frita napolitana. Una vez ordenada la pizza junto a una birra Peroni, le pregunto al camarero —más napolitano que el Vesubio— por un enchufe donde cargar el móvil. Me dice que no tiene. Escruto el salón y veo un enchufe libre. Se lo indico al camarero y me hace un gesto coordinado de cara y mano que traduzco como ¨ya te he dicho que no¨. Otro gesto mío, elevando hombros y girando manos, le dice que no entiendo el argumento para no cargar ahí mi móvil. Finalmente me dice que puede molestar a los que pudieran ocupar la mesa. Un tocacojones. Rompicoglioni en italiano. Tendría una mala tarde. El caso es que la pizza frita es más grande que una plaza de toros, aceitosa y con un relleno triste. Me dejé tres cuartos de pizza en la mesa y me levanté a pagar, un poco por estar lleno y un poco para hacerle el feo al camarero despreciando la pizza frita sobrante que me propone llevar. Te lo infili nel culo — me despido, también con lenguaje gesticular. Cosas de la sangre mediterránea.




Llega el momento de ir al estadio. La línea de metro más directa está cerrada por obras. Me dirijo a otra, parada Museo, y percibo que Nápoles también es caótica bajo tierra. Me encuentro a dos portugueses —del Sporting de Lisboa— igual de perdidos que yo en su camino al estadio. Nos rescata un señor napolitano que va al partido. Seguirme — nos dice. En el metro conversamos en Portuñol-italoinglés. Un divertido desvarío que nos ayuda a comunicarnos sobre el Nápoles, la magia de De Bruyne, los dos scudettos de Maradona, y los otros dos recientes con los entrenadores Luciano Spalletti (2022-23) y con Antonio Conte (2023-2024). Al acercarnos al estadio escuchamos a los tifosi cantando dentro. Oe, oe, oe…Diegooo, Diegooo! Entro y siguen cantando a Maradona. Puede que tal intensidad maradoniana sea algo excepcional de ese día porque en las pantallas del estadio ponen un video con goles de Maradona y al final le felicitan el cumpleaños post mortem. Diego sigue siendo la persona más importante del estadio al que le da nombre.


El ambiente es bueno, pero una pista de atletismo entre la grada y el césped es como acostarse a hacer el amor con la ropa puesta. Muy fogosa tiene que estar la cosa para que la ropa no importe.
El Como, entrenado por Cesc Fábregas, tiene un buen control de la pelota, y eso hace que pasen pocas cosas en el partido. Si te preguntas cómo un equipo se puede llamar Como, te diré que Como es una ciudad cerca de Turín a orillas del lago Como, y que el nombre tiene una raíz céltica que viene de Kom (hoyo, o valle).
Pasa tan poco en el terreno de juego que fijo mi mirada en otras cosas. Por ejemplo, observo que los que mejor están viendo el partido son tres bomberos, vestidos de bombero y con el casco puesto, que están justo detrás de la portería. Tardo un poquito en darle sentido a eso, el tiempo que tarda en encenderse una bengala en la grada de arriba, lo cual hace a los bomberos giren el cuello hacia el público.


Bueno, penalti a favor del Como. Al fin pasa algo. El penalti se lo hacen a Morata y este, decidido a tirarlo, agarra el balón y se va al punto de penalti. La señora, ya en edad de abuela, que está a mi izquierda no para de hacer aspavientos mientras se pasa las manos por la cara. Yo soy moratista —Dios me libre, Morata mío—pero intenté aliviar a la señora porque sé que Morata no ha nacido para hacer padecer a los porteros desde el punto de penalti.
No ti preocupare—le digo a la señora en un italiano inventado.
Morata, so, so— informo mientras hago giros con la mano extendida.
Morata no me hizo quedar como un imbecile y falló el penalti. La señora me dedicó una de las sonrisas más bonitas que he recibido en los últimos tiempos. El partido es un peñazo. De Bruyne no juega por estar lesionado y McTominay, el escocés box-to-box, no tiene la tarde de extender sus plumas. Salgo del estadio como 10 minutos antes por llegar con tiempo al metro, ya que tengo que tomar un tren a Sorrento donde me alojo. Al día siguiente tengo un congreso sobre la edición génica por CRISPR, que nunca está de más que sepas que ya existe una tecnología para editar ¨letras¨ del ADN, con todo lo que eso implica para nuestra salud y nuestro planeta. No vaya a ser que llegue un día que haya que tomar decisiones como sociedad sobre el uso de CRISPR y te pille con cara de bobo o boba.

Desde el pasillo interior eché una última mirada al estadio. Allí, en el último peldaño de la escalera de la grada inferior, veo a lo que interpreto como un padre y un hijo. El niño con la camiseta de MacTominay, y el padre con la camiseta de Maradona. El niño se sentirá cómodo con el orden, la eficiencia, el porte del escocés. En cambio el padre, ya habrá vivido lo suficiente como para sentirse tranquilo en la cuneta de algún camino, esperando su momento para volver a ponerse en marcha. Para sentirse cómodo con los claroscuros que Caravaggio y Maradona perpetuaron. Para sentirse merecedor de ponerse de vez en cuando un 10 a la espalda, por cualquier cosa.
A la memoria de mi amigo Alfonso Morillas (@futbolclubdelectura), con su merecido 10 a la espalda.
Izda. Alfonso Morillas
